Cuando el corazón no entiende de edades: La historia de Lucía y Fernando
—¿De verdad piensas que esto es normal, Lucía? —La voz de mi madre retumbó en la cocina, mientras el olor a café recién hecho se mezclaba con la tensión de la mañana.
No supe qué responder. Tenía veintidós años y sentía que el mundo entero se me venía encima. Miré por la ventana, buscando una salida entre los campos de trigo dorados de mi pueblo manchego, pero solo encontré el reflejo de mis propios ojos, llenos de miedo y deseo.
Todo empezó una tarde de otoño, cuando entré en la biblioteca municipal para preparar un examen de literatura. Allí estaba Fernando, con su pelo canoso y sus gafas de montura gruesa, hojeando un libro de poesía de Antonio Machado. Me sonrió y me preguntó si me gustaba la poesía. Yo asentí, aunque apenas había leído nada más allá de lo que exigía la universidad.
—La poesía es como el vino bueno —me dijo—, mejora con los años.
Esa frase se me quedó grabada. Volví a casa pensando en él, en su voz pausada, en sus manos grandes y arrugadas. Al principio me reí de mí misma: ¿cómo podía sentir algo por un hombre que tenía la edad de mi abuelo? Pero la curiosidad pudo más. Empecé a buscarlo cada tarde en la biblioteca. Hablábamos de libros, de música, de política. Me sentía escuchada, valorada, como nunca antes.
Una noche, después de una charla sobre Lorca, me invitó a tomar un café en su casa. Dudé, pero acepté. Su piso olía a madera vieja y a nostalgia. Me enseñó fotos de su juventud: él con su Seat 600, él en la mili, él bailando con una mujer que ya no estaba. Me contó que había enviudado hacía diez años y que desde entonces vivía solo.
—¿No tienes miedo a estar solo? —le pregunté.
—A veces —respondió—. Pero peor es estar rodeado de gente que no te entiende.
Esa noche nos besamos. Fue torpe y dulce a la vez. Sentí vértigo y alivio. Al día siguiente, todo me parecía distinto: la universidad, mis amigas, incluso mi propia familia. Empezamos a vernos en secreto. Paseábamos por las afueras del pueblo, lejos de las miradas indiscretas. Fernando me recitaba versos y yo le contaba mis sueños de irme a Madrid, de ser escritora.
Pero los secretos no duran mucho en un pueblo pequeño. Una tarde, mientras salíamos del cine en Ciudad Real, nos cruzamos con Marta, una amiga de mi madre. Al día siguiente, mi madre me esperaba en la cocina con los brazos cruzados.
—¿Qué clase de ejemplo crees que das? —me gritó—. ¿No te das cuenta del daño que haces?
Mi padre no dijo nada. Solo bajó la mirada y se fue al campo antes del desayuno. Mi hermano pequeño dejó de hablarme durante semanas. Mis amigas me escribían mensajes llenos de reproches y preocupación:
“Lucía, ¿de verdad crees que eso es amor?”
“¿No ves que te está manipulando?”
Yo solo podía pensar en Fernando y en cómo me hacía sentir viva. Pero también sentía culpa. ¿Era egoísta por querer ser feliz? ¿Estaba traicionando a mi familia?
Fernando intentó tranquilizarme:
—La gente siempre habla, Lucía. Pero al final solo tú sabes lo que sientes.
Intentamos ignorar los comentarios, pero cada vez era más difícil. En el supermercado, las vecinas cuchicheaban a mi paso. En la universidad, los profesores me miraban raro cuando Fernando venía a buscarme. Una tarde, al salir juntos del bar del pueblo, un grupo de chicos empezó a reírse:
—¡Mira la niña con su abuelo!
Fernando apretó mi mano con fuerza y seguimos caminando sin mirar atrás. Pero esa noche lloré hasta quedarme dormida.
Las discusiones en casa se volvieron diarias. Mi madre me amenazó con echarme si seguía viéndolo. Mi padre dejó de hablarme por completo. Me sentía sola y acorralada.
Una tarde decidí marcharme a Madrid con Fernando. Pensé que allí podríamos empezar de cero, lejos del juicio constante. Alquilamos un piso pequeño en Lavapiés y durante unas semanas fui feliz: paseábamos por el Retiro, íbamos al cine sin escondernos, hacíamos planes para el futuro.
Pero pronto llegaron otros problemas: Fernando se cansaba rápido, tenía revisiones médicas constantes y yo sentía que mi vida apenas había comenzado mientras la suya parecía acercarse al final. Empecé a preguntarme si era justo para él o para mí seguir adelante.
Una noche discutimos por primera vez:
—No quiero ser una carga para ti —me dijo él con voz temblorosa.
—No eres una carga —le respondí llorando—. Pero tengo miedo…
El miedo se instaló entre nosotros como una sombra silenciosa. Empecé a echar de menos a mi familia, a mis amigas, incluso al pueblo que tanto había criticado.
Un día recibí una llamada: mi padre había tenido un infarto. Volví corriendo al pueblo y Fernando insistió en quedarse en Madrid para no complicar las cosas con mi familia.
En el hospital vi a mi padre tan frágil como nunca antes. Mi madre me abrazó llorando y por primera vez no hablamos de Fernando ni del escándalo; solo fuimos madre e hija otra vez.
Ahora escribo esto desde mi habitación de infancia, rodeada de fotos antiguas y libros polvorientos. No sé qué pasará con Fernando ni conmigo. Solo sé que el amor puede ser tan dulce como cruel; que desafiar al mundo tiene un precio; y que nadie te prepara para elegir entre tu felicidad y la paz de los tuyos.
¿De verdad merece la pena luchar contra todos por amor? ¿O hay amores que están destinados a doler más que a sanar?