El precio de la buena vecindad: ¿Hasta dónde llega la solidaridad?

—Marta, ¿puedes quedarte con Lucía un ratito? No he tenido tiempo de hacer la compra y no le queda nada para cenar—. La voz de Carmen, mi vecina del tercero, retumbó en el pasillo como cada tarde. Yo ya tenía la sartén en la mano y el arroz hirviendo, y Lucía, su hija de seis años, me miraba con esos ojos grandes y tristes que no saben de culpas ni responsabilidades.

No sé en qué momento pasé de ser la vecina amable a convertirme en la salvadora improvisada de una familia rota. Al principio era solo un favor: una tarde, un bocadillo, una sonrisa. Pero las tardes se hicieron rutina y los bocadillos se convirtieron en cenas completas. Carmen siempre tenía una excusa: el trabajo, el turno extra, la cita médica, el cansancio. Y yo, con mi piso pequeño y mi sueldo de administrativa, sentía que no podía decir que no.

—¿Te gusta el pollo al ajillo, Lucía?— pregunté mientras le servía un plato generoso.

Ella asintió con timidez, y yo sentí esa mezcla de ternura y rabia. ¿Por qué tenía que ser yo quien llenara ese vacío? ¿Dónde estaba el padre? ¿Dónde estaban los abuelos? ¿Por qué Carmen podía desaparecer durante horas sin preocuparse por su hija?

Mi madre siempre decía que en España los vecinos son como familia. Pero nadie te prepara para cuando esa familia empieza a pedir más de lo que puedes dar.

Una noche, mientras fregaba los platos y Lucía veía dibujos en mi sofá, llamé a mi hermana Ana.

—No puedo más —le confesé—. Me siento explotada. Pero si le digo algo a Carmen, seguro que monta un drama y me pone a todo el bloque en contra.

Ana suspiró al otro lado del teléfono.

—Tienes que poner límites, Marta. No eres la madre de esa niña. Si sigues así, te vas a quemar.

Pero poner límites nunca fue mi fuerte. Crecí en una familia donde todo se compartía: la comida, las penas, las alegrías. Y ahora, en este edificio antiguo con paredes finas como papel, sentía que cualquier palabra mal dicha podía romper años de convivencia pacífica.

El colmo llegó un viernes. Carmen apareció a las ocho de la tarde, con prisas y sin mirar a Lucía.

—Te la dejo hasta mañana por la mañana, ¿vale? Tengo que trabajar de noche y luego ir a ver a mi madre al hospital.

Ni siquiera preguntó si podía. Simplemente lo dio por hecho. Me quedé paralizada mientras ella desaparecía por las escaleras. Lucía me miró con miedo.

—¿Me puedo quedar aquí contigo? —susurró.

La rabia me subió a la garganta. No contra la niña, sino contra Carmen, contra mí misma por permitirlo, contra este sistema que deja solas a tantas madres y convierte a los vecinos en parches improvisados.

Esa noche no dormí. Pensé en llamar a Servicios Sociales, pero me sentí traidora solo de imaginarlo. Pensé en dejarle una nota a Carmen bajo la puerta: «No puedo seguir así». Pero las palabras se me atragantaban.

A la mañana siguiente, mientras preparaba el desayuno para Lucía, ella me miró con una seriedad impropia para su edad.

—¿Por qué mi mamá nunca está?

No supe qué responderle. Le acaricié el pelo y le serví más leche.

Cuando Carmen vino a recogerla al mediodía, ni siquiera me dio las gracias. Solo murmuró algo sobre el tráfico y se llevó a Lucía de la mano. Cerré la puerta y me apoyé contra ella, sintiendo un peso insoportable en el pecho.

Esa tarde decidí hablar con Carmen. Ensayé mil veces lo que iba a decirle: que la entendía, que todos necesitamos ayuda alguna vez, pero que yo también tengo mi vida y mis límites. Que no puedo ser la madre suplente de su hija.

Llamé a su puerta con el corazón desbocado. Carmen abrió con cara de cansancio.

—¿Qué pasa?

Me temblaban las manos.

—Carmen… tenemos que hablar. No puedo seguir haciéndome cargo de Lucía todos los días. Me está afectando mucho y necesito que busques otra solución.

Vi cómo su rostro cambiaba: primero sorpresa, luego enfado, luego tristeza.

—¿Y ahora qué hago? —me espetó—. No tengo a nadie más.

Sentí lástima, pero también alivio por haberlo dicho al fin.

—Lo siento —repetí—. De verdad lo siento. Pero no puedo más.

Carmen cerró la puerta sin despedirse. Desde entonces apenas nos saludamos en el portal. Lucía ya no viene a cenar ni a ver dibujos a mi casa. El bloque sigue igual de ruidoso y viejo, pero yo duermo mejor… aunque a veces me despierto preguntándome si hice lo correcto.

¿Hasta dónde llega nuestra responsabilidad como vecinos? ¿Dónde está el límite entre ayudar y dejarse explotar? ¿Vosotros qué haríais en mi lugar?