El hombre que cambiaba de calcetines cinco veces al día
—¿Otra vez, Sebastián? —pregunté, con la voz temblorosa, mientras veía cómo se quitaba los calcetines por tercera vez en lo que iba de mañana.
Él ni siquiera me miró. Se limitó a doblar cuidadosamente el par usado y a sacar uno nuevo del cajón. El reloj de la cocina marcaba las diez y media. Yo ya había preparado el desayuno dos veces porque la primera se le había enfriado mientras se duchaba por segunda vez.
No siempre fue así. Cuando conocí a Sebastián, era un hombre divertido, espontáneo, con esa risa contagiosa que llenaba cualquier rincón de la casa. Nos conocimos en una verbena de San Juan en Valencia, entre petardos y risas, y desde entonces pensé que nada podría separarnos. Pero la vida, como bien sabe cualquiera que haya amado de verdad, tiene formas extrañas de poner a prueba los cimientos de una relación.
Todo empezó tras el confinamiento. Sebastián perdió a su padre por culpa del virus y, desde entonces, algo cambió en él. Al principio fueron pequeños gestos: lavarse las manos con más frecuencia, limpiar el móvil cada vez que volvía de la calle. Pero pronto las manías se multiplicaron. Los calcetines se convirtieron en su obsesión.
—No lo entiendes, Nicole —me decía, casi suplicando—. Siento que si no lo hago, algo malo va a pasar.
Intenté comprenderle, de verdad. Hablé con mi madre, con mi hermana Lucía, incluso con nuestro médico de cabecera. Todos me decían lo mismo: paciencia, apoyo, pero también límites. ¿Cómo poner límites cuando ves a la persona que amas desmoronarse poco a poco?
Las discusiones se hicieron habituales. Nuestra hija pequeña, Marta, empezó a preguntarme por qué papá no quería abrazarla si venía del parque sin lavarse las manos. Yo le inventaba excusas: «Papá está cansado», «Papá tiene mucho trabajo». Pero la verdad era otra.
Una noche, después de otra pelea absurda por los calcetines —esta vez porque había mezclado los blancos con los negros en la colada—, Sebastián explotó:
—¡No entiendes nada! ¡Esto me da seguridad! ¡Es lo único que puedo controlar!
Me quedé en silencio. Sentí un nudo en el estómago y las lágrimas amenazaron con salir. No era solo por los calcetines. Era por todo lo que habíamos perdido: las cenas improvisadas en la terraza, los paseos por el Turia, las risas compartidas viendo series malas en la tele.
Empecé a sentirme sola en mi propia casa. Marta se refugiaba en sus dibujos y yo en mis pensamientos. Lucía me llamaba cada noche para preguntarme cómo estaba:
—Nicole, tienes que pensar también en ti —me decía—. No puedes cargar tú sola con todo esto.
Pero ¿cómo dejar atrás a alguien que está sufriendo? ¿Cómo abandonar a quien te necesita aunque no sepa pedir ayuda?
Un día, después de dejar a Marta en el colegio, me senté en un banco del parque y lloré como hacía años que no lloraba. Una señora mayor se sentó a mi lado y me ofreció un pañuelo.
—A veces hay que dejar que llueva para que salga el sol —me dijo con una sonrisa triste.
Esa frase me acompañó durante semanas. Empecé a buscar ayuda profesional para Sebastián y para mí. No fue fácil convencerle; al principio se negó rotundamente.
—No estoy loco —me gritó una tarde—. Solo quiero estar limpio.
—No es cuestión de locura —le respondí—. Es cuestión de vivir sin miedo.
Poco a poco, con mucha paciencia y alguna que otra recaída, Sebastián accedió a ir al psicólogo. Las sesiones fueron duras; salía agotado y muchas veces enfadado conmigo por «obligarle» a enfrentarse a sus miedos.
Mientras tanto, yo intentaba mantener la normalidad para Marta: llevarla al parque, ayudarla con los deberes, hacer bizcochos los domingos como antes. Pero la tensión seguía ahí, como una sombra persistente.
Una tarde de otoño, mientras doblaba la ropa limpia, encontré una nota en el cajón de los calcetines de Sebastián:
«Perdóname por no saber ser el hombre que necesitas ahora. Estoy intentando volver a ser yo mismo. No me sueltes todavía.»
Leí esas palabras una y otra vez hasta que el papel se arrugó entre mis dedos. Lloré en silencio, pero esta vez no era solo tristeza; había esperanza mezclada con miedo.
Hoy las cosas no son perfectas. Sebastián sigue cambiándose los calcetines más veces de lo normal, pero ya no cinco veces al día. A veces solo dos. Hay días buenos y días malos. Pero hemos aprendido a hablar sin gritar y a abrazarnos aunque tengamos miedo.
A veces me pregunto si alguna vez volveremos a ser como antes o si esta nueva versión de nosotros será suficiente para seguir adelante.
¿Hasta dónde puede llegar el amor cuando la vida te pone a prueba? ¿Cuántas veces estamos dispuestos a empezar de nuevo por alguien que amamos?