Entre el silencio y la voz: Mi verdad en la oficina

—¿Sabes, Lucía? Me sorprende que una mujer como tú siga soltera. —La voz de Álvaro resonó en el silencio de la sala de reuniones, donde solo quedábamos él y yo, revisando los últimos informes de ventas. Sentí cómo se me helaba la sangre. No era la primera vez que hacía comentarios sobre mi vida personal, pero ese día, después de una larga jornada, me pilló sin defensas.

No supe qué responder. Me limité a mirar el reloj y fingir que tenía prisa. Pero por dentro, una mezcla de rabia y miedo me revolvía el estómago. ¿Por qué tenía que soportar esto en mi trabajo? ¿Por qué nadie más parecía darse cuenta?

Mi nombre es Lucía Martínez y trabajo desde hace seis años en una empresa de logística en Madrid. Cuando entré, era la única mujer en mi departamento. Con el tiempo, llegaron más compañeras, pero el ambiente seguía siendo mayoritariamente masculino, con bromas pesadas y comentarios fuera de lugar que muchas veces preferíamos ignorar para no complicarnos la vida.

Álvaro era nuevo. Venía de Barcelona, con un currículum brillante y una sonrisa que encantaba a los jefes. Desde el principio noté que me observaba demasiado, que buscaba cualquier excusa para acercarse a mi mesa o preguntarme cosas personales. Al principio pensé que era solo simpatía, pero pronto sus palabras empezaron a incomodarme.

—¿Te apetece tomar algo después del trabajo? —me preguntó esa misma tarde, cuando recogía mis cosas para irme.

—No, gracias. Tengo que ir a casa —respondí, intentando sonar cortante.

—Venga, mujer, no seas aburrida. Seguro que te vendría bien desconectar un poco —insistió, acercándose demasiado.

Sentí ganas de gritarle que me dejara en paz, pero solo apreté los labios y salí rápido del despacho. Bajé las escaleras con el corazón desbocado y las manos temblorosas. En la calle, respiré hondo y marqué el número de mi hermana Ana.

—¿Otra vez ese pesado? —me preguntó ella, indignada.

—Sí… No sé qué hacer. No quiero montar un escándalo en la oficina, pero cada vez me siento peor —le confesé.

—Lucía, tienes que poner límites. Si no lo haces tú, nadie lo hará por ti —me dijo con firmeza.

Esa noche apenas dormí. Pensé en hablar con Recursos Humanos, pero temía que no me creyeran o que todo se volviera en mi contra. Recordé a Carmen, una compañera que se atrevió a denunciar a un jefe hace años y acabó marchándose por la presión. ¿Me pasaría lo mismo?

Al día siguiente, intenté evitar a Álvaro todo lo posible. Pero él no tardó en aparecer junto a mi mesa con una sonrisa falsa.

—¿Estás enfadada conmigo? Solo quería ser amable —dijo en voz baja.

—Prefiero que mantengamos una relación profesional —le respondí, mirándole a los ojos por primera vez sin miedo.

Vi cómo su expresión cambiaba. Se encogió de hombros y se fue murmurando algo que no entendí. El resto del día sentí las miradas de algunos compañeros clavadas en mi espalda. ¿Habría dicho algo sobre mí? ¿Me estarían juzgando?

Esa semana fue un infierno. Álvaro empezó a ignorarme en las reuniones y a ponerme trabas con los informes. Un día incluso insinuó delante del jefe que yo había cometido un error grave en una entrega. Me defendí como pude, pero sentí que el suelo se abría bajo mis pies.

En casa, mi madre me notaba cada vez más apagada.

—Hija, no puedes dejar que te hundan así —me decía mientras cenábamos tortilla de patatas.

—¿Y qué hago? Si hablo, igual me despiden…

—Pero si callas, te vas a romper por dentro —me advirtió.

Una tarde, después de otra discusión absurda con Álvaro, me encerré en el baño de la oficina y rompí a llorar. Me miré al espejo y apenas me reconocí: ojeras profundas, mirada triste… ¿Dónde estaba la Lucía valiente que había luchado tanto por llegar hasta aquí?

Decidí escribirle un correo a Recursos Humanos contando todo lo que estaba pasando. Tardé horas en encontrar las palabras adecuadas, temiendo cada frase. Lo envié temblando y pasé el resto del día esperando una respuesta.

A los dos días me llamaron para una reunión confidencial. Me temblaban las piernas mientras explicaba todo lo sucedido ante Marta, la responsable de RRHH.

—Lucía, has hecho bien en contarlo. No eres la primera ni serás la última —me dijo con una empatía que casi me hizo llorar otra vez.

Iniciaron una investigación interna. Algunos compañeros me apoyaron en privado; otros se alejaron como si fuera portadora de una enfermedad contagiosa. Álvaro negó todo y empezó a difundir rumores sobre mí: que estaba loca, que buscaba llamar la atención…

Durante semanas viví con miedo y vergüenza. Dudé mil veces si había hecho lo correcto. Pero poco a poco empecé a notar pequeños cambios: más compañeras se atrevieron a contar sus propias historias; algunos jefes empezaron a vigilar más de cerca el ambiente laboral; incluso Álvaro fue trasladado a otro departamento mientras duraba la investigación.

No fue fácil ni rápido. Pero un día volví a mirarme al espejo y vi a una mujer cansada pero firme, capaz de defenderse aunque le temblara la voz.

Hoy sigo trabajando allí. Sé que aún queda mucho por cambiar en las empresas españolas para protegernos de este tipo de situaciones. Pero también sé que callar nunca es la solución.

A veces me pregunto: ¿Cuántas Lucías más hay en las oficinas de nuestro país? ¿Cuándo aprenderemos a escuchar sin juzgar? ¿Y tú… qué harías si estuvieras en mi lugar?