Karma en la cola del supermercado: Un giro inesperado en la vida de Lucía

—¡Te lo he dicho mil veces, Sergio! ¡No cojas los tomates de abajo, que se caen todos! —Mi voz resonó entre los pasillos del supermercado Día, mezclándose con el murmullo de las cajas y el pitido de los escáneres. Sergio me miró con esa mezcla de resignación y fastidio que solo los matrimonios de más de diez años conocen bien.

—Lucía, por favor, no empieces otra vez —susurró, intentando evitar que la cajera, una chica joven con coleta y cara de lunes eterno, nos prestara demasiada atención.

Pero yo ya estaba demasiado alterada. Había sido un día largo en la oficina, mi jefe me había echado en cara un error que ni siquiera era mío y, para colmo, mi hijo Pablo había suspendido matemáticas otra vez. Todo eso se me agolpaba en la garganta y salía disparado en forma de reproches absurdos por unos tomates mal cogidos.

Nos pusimos en la cola cinco. Delante de nosotros, una señora mayor discutía con el cajero sobre un descuento que no le habían aplicado. Detrás, una mujer de unos cuarenta años, con el pelo recogido en un moño deshecho y las manos llenas de bolsas reutilizables, nos miraba con una mezcla de cansancio y compasión. Noté su mirada y sentí una punzada de vergüenza. ¿Por qué siempre acabábamos discutiendo en público?

Sergio intentó romper el hielo:

—¿Te acuerdas cuando veníamos aquí los sábados por la mañana y Pablo se escondía entre los estantes?

No contesté. Me limité a mirar el móvil fingiendo leer mensajes importantes. La cola avanzaba lentamente. La señora mayor seguía insistiendo:

—¡Pero si lo pone en el folleto! ¡Dos por uno en detergente! ¡No me lo puede negar!

El cajero suspiró:

—Señora, ese descuento era solo hasta ayer…

La tensión se palpaba en el aire. La mujer detrás de nosotros dejó escapar un suspiro sonoro. Me giré y le sonreí tímidamente.

—Perdona —le dije—, hoy parece que todo va más lento de lo normal.

Ella me devolvió la sonrisa, pero sus ojos tenían algo extraño, como si me reconociera de algún sitio. Me incomodó esa sensación.

Por fin llegó nuestro turno. Empezamos a colocar las cosas en la cinta: tomates (algunos magullados), leche, pan, yogures para Pablo… De repente, Sergio se dio cuenta de que había olvidado el arroz.

—Voy corriendo a por él —dijo y salió disparado hacia el pasillo del fondo.

La cajera empezó a pasar los productos mientras yo intentaba no mirar a la mujer detrás. Sentía su mirada fija en mí.

—Perdona —dijo de pronto—, ¿tú eres Lucía Martín?

Me quedé helada. ¿De qué me sonaba esa voz? La miré bien: ojos castaños, piel clara, una cicatriz pequeña junto al labio.

—Sí… ¿nos conocemos?

Ella asintió despacio.

—Soy Carmen Ruiz. Fuimos juntas al instituto San Isidro…

Un escalofrío me recorrió la espalda. Recordé de golpe a Carmen: era la chica callada del fondo de la clase, la que siempre llevaba los deberes hechos pero nunca levantaba la mano. Recordé también cómo yo, junto a otras dos amigas, solíamos reírnos de ella por su ropa pasada de moda y su forma de hablar.

—Vaya… cuánto tiempo —balbuceé, sintiendo cómo me ardían las mejillas.

Carmen sonrió con amargura.

—Sí… mucho tiempo. Veo que sigues igual de directa —dijo, refiriéndose claramente a mi bronca con Sergio.

No supe qué contestar. La cajera terminó de pasar los productos justo cuando Sergio volvía con el arroz.

—¿Todo bien? —preguntó él, ajeno a la tensión.

Asentí sin mirarle. Pagué rápido y recogimos las bolsas. Al salir del supermercado, Carmen se acercó y me detuvo con suavidad.

—Lucía —dijo bajito—, solo quería decirte que lo que pasó en el instituto me marcó mucho. Durante años pensé que nunca sería suficiente para nadie… Pero aprendí a perdonar. Espero que tú también aprendas algún día a tratarte mejor a ti misma y a los demás.

Me quedé paralizada mientras ella entraba al supermercado. Sergio me miró extrañado.

—¿Quién era?

—Nadie… —mentí, aunque por dentro sentía un nudo imposible de deshacer.

Caminamos hacia casa en silencio. Cada paso era más pesado que el anterior. De repente entendí que todo lo que había soltado sobre Sergio no era más que el reflejo de algo roto dentro de mí desde hacía años: esa inseguridad, ese miedo a no ser suficiente ni siquiera para mí misma.

Esa noche apenas pude dormir. Me revolvía entre las sábanas pensando en Carmen, en cómo la vida te pone delante tus errores cuando menos te lo esperas: en la cola cinco del supermercado, entre tomates magullados y descuentos caducados.

A la mañana siguiente escribí un mensaje a mis antiguas amigas del instituto: “¿Alguna vez os habéis sentido culpables por algo que hicimos hace años?” Nadie contestó durante horas. Al final, Marta respondió: “A veces pienso en Carmen Ruiz. Ojalá hubiéramos sido mejores personas.”

Me atreví entonces a buscar a Carmen en Facebook. Le mandé un mensaje corto: “Siento mucho cómo te traté en el instituto. Ojalá puedas perdonarme.”

No sé si responderá algún día. Pero al menos he dado el primer paso para romper ese ciclo de culpa y rabia que llevaba años arrastrando sin darme cuenta.

Ahora cada vez que entro al supermercado y veo la cola cinco, me acuerdo de ese día y me pregunto: ¿Cuántas veces devolvemos al mundo lo que recibimos sin darnos cuenta? ¿Y cuántas oportunidades nos da la vida para cambiarlo antes de que sea demasiado tarde?