Si me quieres como madre, déjale: El precio del amor materno

—Si le ves una vez más, te juro que no vuelves a pisar esta casa, Inés. ¿Me has entendido?— La voz de mi madre retumbó en el pasillo, tan fría y cortante como el viento de enero en Madrid. Yo tenía diecinueve años y temblaba, no de frío, sino de miedo.

No era la primera vez que Victoria, mi madre, me lanzaba un ultimátum. Pero esa noche, mientras me aferraba al móvil con los mensajes de Sergio aún abiertos, sentí que algo dentro de mí se rompía. ¿Cómo podía pedirme eso? ¿Cómo podía obligarme a elegir entre ella y el primer chico que me hacía sentir viva?

Mi madre siempre fue así. Desde pequeña, vigilaba cada paso que daba: «No te juntes con Lucía, esa niña no me gusta»; «No vayas sola al parque»; «No te pongas esa falda». Yo pensaba que era normal, que todas las madres eran así. Pero cuando cumplí dieciséis y empecé a salir con amigas, noté que las demás podían respirar. Yo no.

La primera vez que vi a Sergio fue en la biblioteca de la universidad Complutense. Él estudiaba arquitectura y tenía esa sonrisa tímida que me desarmó al instante. Empezamos a hablar de libros, de cine, de sueños. Me sentía ligera con él, como si por fin pudiera ser yo misma. Cuando le conté a mi madre que había conocido a alguien, su reacción fue inmediata:

—¿Y quién es ese? ¿De dónde es? ¿Sus padres qué hacen?—

Intenté tranquilizarla: —Mamá, es un chico normal. Es buena gente.

Pero Victoria nunca se conformaba con respuestas vagas. Investigó su apellido, preguntó a mis amigas, incluso llamó a la universidad para asegurarse de que realmente estudiaba allí. Cuando le dije que quería ir al cine con él, me puso mil excusas: «Tienes que estudiar», «Hoy tienes que ayudarme en casa», «No me gusta ese chico para ti».

Aun así, seguí viéndole a escondidas. Cada vez que salía de casa sentía el peso de sus ojos en mi nuca. Me llamaba cada media hora: —¿Dónde estás? ¿Con quién? ¿Por qué no contestas?

Una tarde, mientras tomábamos un café cerca del Retiro, Sergio me cogió la mano y me dijo:

—¿Por qué tienes tanto miedo? No tienes que esconderte de nadie.

Le miré y rompí a llorar. Le conté todo: los controles, los gritos, las amenazas veladas. Él me abrazó y me susurró: —No puedes vivir así toda la vida.

Esa noche llegué tarde a casa. Mi madre estaba esperándome en el salón, sentada en la penumbra como una sombra.

—¿Dónde estabas?—

—Con Sergio.—

—Te lo he dicho mil veces: ese chico no te conviene.—

—¿Y tú cómo lo sabes? Ni siquiera le conoces.—

Su cara se endureció. —Si me quieres como madre, déjale. Si no, olvídate de mí.—

Me quedé helada. ¿Era posible que una madre dijera eso? ¿Que pusiera su amor como moneda de cambio?

Pasaron días sin hablarnos. Mi padre intentaba mediar: —Victoria, déjala vivir un poco…— Pero ella no cedía.

Una tarde, mientras recogía mis cosas para irme a clase, mi madre irrumpió en mi habitación:

—¿Vas a verle otra vez?—

—Sí.—

Me miró con una mezcla de rabia y tristeza. —Entonces márchate. No quiero verte más.—

Cogí mi mochila y salí corriendo. Llamé a Sergio entre sollozos y él vino a buscarme en su moto. Pasé la noche en casa de su hermana, sintiéndome culpable y liberada al mismo tiempo.

Los días siguientes fueron un torbellino: llamadas perdidas de mi madre, mensajes llenos de reproches: «Me has destrozado», «Eres una desagradecida», «Todo lo he hecho por ti».

Mi abuela intentó hablar con ella: —Victoria, hija, no puedes atarla así. Se te va a ir para siempre.— Pero mi madre no escuchaba razones.

En la universidad, mis amigas me apoyaban pero también tenían miedo por mí. —¿Y si tu madre no te perdona nunca?—

Yo tampoco lo sabía. Pero por primera vez sentía que estaba viviendo mi vida y no la suya.

Un domingo por la tarde recibí un mensaje inesperado: «Ven a casa. Necesito verte».

Fui temblando. Al abrir la puerta encontré a mi madre llorando en la cocina.

—¿Por qué me haces esto?—

Me senté frente a ella y le cogí las manos.

—Mamá, te quiero. Pero también tengo derecho a querer a alguien más.—

Ella sollozó: —Tengo miedo de perderte.—

—Si sigues así, me perderás igual.—

Nos abrazamos entre lágrimas. No fue un final feliz ni perfecto. Mi madre sigue luchando contra sus miedos y yo contra los míos. Pero ahora sé que el amor no puede ser una jaula.

A veces me pregunto: ¿Cuántas hijas viven prisioneras del miedo de sus madres? ¿Cuándo aprenderemos a amar sin poseer?