El día que Marta se fue: crónica de un padre solo en Madrid

—Papá, ¿mamá va a volver hoy?— preguntó Lucía, con los ojos hinchados de llorar, mientras yo intentaba preparar unas tostadas que se me quemaban en la sartén. El olor a pan quemado llenaba la cocina, y el reloj marcaba las siete y media. Era lunes, pero no uno cualquiera: era el primer lunes sin Marta.

No supe qué responderle. Me limité a abrazarla, sintiendo cómo su cuerpecito temblaba. Diego, el mayor, me miraba desde la puerta, con esa mezcla de rabia y miedo que sólo los adolescentes saben mostrar. Y Sofía, la pequeña, se aferraba a su peluche como si fuera un salvavidas.

Marta se había ido la noche anterior. Sin gritos, sin portazos. Sólo una maleta y una nota en la mesa del salón: “No puedo más. Lo siento”. No había más explicaciones. Ni un adiós para los niños. Ni una promesa de volver.

Recuerdo cómo me quedé sentado en el sofá, con la nota en la mano, mientras el silencio de la casa me aplastaba. ¿Cómo iba a explicarles a mis hijos que su madre no volvería? ¿Cómo iba a llenar ese vacío?

Los días siguientes fueron un caos. Me vi obligado a aprender de golpe todo lo que Marta hacía sin que yo me diera cuenta: las meriendas para el colegio, las citas con el pediatra, las reuniones de padres. Tuve que pedir reducción de jornada en la oficina de abogados donde trabajo, y mi jefe, don Antonio, me miró con esa compasión incómoda que tanto detesto.

—Ánimo, Nacho —me dijo—. Haz lo que tengas que hacer por tus hijos.

Pero no era tan fácil. Madrid es una ciudad dura para los que van solos. Las tardes se hacían eternas entre deberes, peleas por el mando de la tele y cenas improvisadas de tortilla y croquetas congeladas. A veces me encerraba en el baño sólo para llorar sin que me vieran.

Una tarde, mientras recogía a Sofía del colegio, la profesora me llamó aparte.

—Ignacio, Sofía está muy callada últimamente. ¿Todo va bien en casa?

Sentí una punzada de vergüenza y rabia. ¿Cómo iba a estar bien? Pero asentí y prometí estar más pendiente.

Las semanas pasaron y aprendimos a sobrevivir. Diego empezó a ayudarme con las tareas del hogar, aunque al principio protestaba.

—Esto no es justo —me gritó una noche—. ¡Yo no quiero ser el padre de mis hermanas!

Me senté a su lado en la cama y le hablé con sinceridad:

—No eres su padre, Diego. Pero ahora nos necesitamos más que nunca. Yo tampoco sé hacerlo todo bien.

Nos abrazamos y lloramos juntos. Fue la primera vez que sentí que quizá podríamos salir adelante.

Lucía tuvo problemas en el colegio; empezó a suspender matemáticas y a pelearse con sus amigas. Una tarde la encontré llorando en su cuarto.

—¿Por qué mamá no nos quiere? —me preguntó entre sollozos.

No supe qué decirle. Sólo pude prometerle que yo nunca me iría.

El tiempo fue curando algunas heridas. Empezamos a crear nuevas rutinas: los viernes de pizza y película, los domingos en el Retiro jugando al fútbol o dando de comer a los patos. Aprendí a hacer lentejas como las hacía mi madre y hasta me atreví con una paella (aunque casi incendio la cocina).

Pero no todo era fácil. Las noches seguían siendo largas y solitarias. A veces recibía mensajes de Marta preguntando por los niños, pero nunca proponía verlos. Yo le respondía con fotos y noticias, esperando algún día escuchar un “lo siento” sincero o al menos una explicación.

Un día recibí una carta del colegio: Sofía había dibujado a su familia y sólo estábamos los cuatro. Cuando le pregunté por qué no había dibujado a mamá, me respondió:

—Porque mamá ya no vive aquí.

Sentí una mezcla de tristeza y alivio: mis hijos estaban aprendiendo a vivir con su ausencia, igual que yo.

El Día del Padre llegó ese año como un pequeño milagro. Los tres se levantaron temprano y prepararon un desayuno desastroso: zumo derramado, tostadas frías y una tarta comprada en el súper. Pero cuando me trajeron la bandeja a la cama y me abrazaron los tres a la vez, sentí que todo valía la pena.

—Eres el mejor papá del mundo —me dijo Lucía.

No sé si lo soy. Sigo cometiendo errores cada día. Sigo echando de menos a Marta, aunque ya no tanto como antes. Pero he aprendido algo: mis hijos merecen lo mejor de mí, aunque eso signifique renunciar a muchas cosas o enfrentarme solo al mundo.

A veces me pregunto si algún día Marta volverá o si mis hijos me reprocharán no haber hecho más por mantenernos unidos. Pero también pienso: ¿cuántos padres y madres hay ahí fuera luchando cada día por sus hijos sin recibir reconocimiento? ¿Cuántas familias rotas sobreviven gracias al amor y al esfuerzo silencioso?

¿Y vosotros? ¿Qué haríais si os encontráis solos ante todo? ¿Hasta dónde llegaríais por vuestros hijos?