Cuando el pasado llama a la puerta: el reencuentro que lo cambió todo
—Marta, ¿eres tú?
La voz me sacudió como un trueno en mitad de la rutina. Estaba en la cola del ayuntamiento, esperando recoger mi nuevo DNI, con la cabeza gacha y los hombros encogidos tras una jornada agotadora en la gestoría. El abrigo, ese que ya debería haber jubilado, me pesaba más que nunca. Levanté la vista y ahí estaba él: Sergio. Mi primer amor. El chico que me enseñó a bailar en las fiestas de San Juan en Salamanca, el que me escribió cartas cuando aún no existía WhatsApp.
Por un instante, no supe quién era. Pero sus ojos, ese brillo entre pícaro y nostálgico, me devolvieron de golpe a los diecisiete años. Sentí cómo se me encogía el estómago. No podía ser.
—Sergio… —susurré, casi sin voz.
Nos quedamos mirándonos, como si el tiempo se hubiera detenido. La funcionaria llamó mi número y tuve que apartarme. Mientras firmaba los papeles, notaba su mirada clavada en mi nuca. Cuando salí, él seguía allí, esperándome bajo la lluvia fina de marzo.
—¿Te apetece un café? —preguntó, con esa sonrisa ladeada que recordaba tan bien.
No sé por qué acepté. Quizá porque necesitaba sentirme viva otra vez, aunque solo fuera por una tarde. Caminamos hasta una cafetería pequeña, de esas con azulejos viejos y camareros que te llaman «reina». Hablamos de todo y de nada: de nuestros trabajos, de la familia, de cómo la vida nos había cambiado. Me contó que se había divorciado hacía dos años y que ahora cuidaba de su madre enferma.
—¿Y tú? —preguntó de repente—. ¿Eres feliz?
Me quedé helada. ¿Feliz? ¿Qué significa eso después de quince años de matrimonio, dos hijos y una hipoteca? Le hablé de Álvaro, mi marido, de nuestros problemas cotidianos, del cansancio que se acumula como polvo en los muebles.
—A veces siento que ya no soy yo —confesé sin querer—. Que solo soy madre, esposa… pero Marta se ha perdido por el camino.
Sergio me miró con ternura y me cogió la mano. Sentí una corriente eléctrica recorrerme el brazo. Me asusté de mí misma.
—Nunca es tarde para encontrarse —dijo él.
Volví a casa con el corazón en un puño. Álvaro estaba preparando la cena mientras los niños discutían por el mando de la tele. Todo era normal, demasiado normal. Esa noche apenas dormí.
Durante los días siguientes, Sergio me escribió varios mensajes. Al principio respondí con cautela, pero pronto las conversaciones se hicieron más largas y profundas. Hablábamos de libros, de música, de sueños olvidados. Me sentía viva otra vez, como si despertara de un letargo.
Hasta que Álvaro lo descubrió.
Fue una tarde lluviosa. Había dejado el móvil en la mesa del salón y él leyó uno de los mensajes sin querer. Recuerdo su mirada: una mezcla de rabia y miedo.
—¿Quién es Sergio? —preguntó con voz tensa.
No supe qué decirle. No era una aventura física, pero sí emocional. Lo vi en sus ojos: para él era igual o peor.
—Si necesitas hablar con ese hombre para sentirte bien contigo misma —dijo al fin—, quizá deberías irte de casa y pensar qué quieres realmente.
Me quedé muda. ¿Irme? ¿Dejarlo todo por alguien a quien apenas acababa de reencontrar?
Esa noche dormí en el sofá. Los niños preguntaron por qué mamá estaba triste y yo no supe qué responderles. Me sentía egoísta por desear algo más allá de mi familia, pero también injusta conmigo misma por haberme olvidado tantos años.
Pasaron los días y la tensión crecía en casa. Álvaro apenas me hablaba; yo evitaba mirarle a los ojos. Sergio insistía en vernos otra vez, pero yo no podía dar ese paso sin romperlo todo.
Una tarde, mientras doblaba la ropa en silencio, mi hija Lucía entró en la habitación.
—Mamá, ¿tú eres feliz?
La pregunta me atravesó como un cuchillo. ¿Qué ejemplo les estaba dando? ¿El de una mujer resignada o el de alguien capaz de luchar por sí misma?
Esa noche hablé con Álvaro. Lloramos los dos. Le dije que necesitaba tiempo para saber quién era yo fuera del papel de esposa y madre. Él me abrazó fuerte y me dijo que me esperaría, pero que no podía vivir con una sombra a su lado.
Me fui unos días a casa de mi hermana Carmen en Ávila. Allí lloré, escribí y pensé mucho. Sergio me llamó varias veces; al final le pedí espacio también a él. Necesitaba escucharme a mí misma antes que a nadie más.
Hoy vuelvo a casa con más preguntas que respuestas. No sé si mi matrimonio sobrevivirá ni si Sergio será parte de mi futuro o solo un eco del pasado. Pero sí sé que Marta —yo— merece ser escuchada.
¿Es posible empezar de nuevo sin hacer daño a quienes amas? ¿O siempre hay que elegir entre uno mismo y los demás? ¿Qué haríais vosotros si estuvierais en mi lugar?