Siempre supe que era diferente: el secreto de mi familia

—¿Por qué nunca sonríes en las fotos, Lucía? —me preguntó mi madre mientras hojeaba el álbum familiar, sentada en la mesa del salón, con la luz de la tarde colándose por la ventana. Mi hermana Marta, con su melena rubia y su risa contagiosa, aparecía en todas las fotos como si fuera la protagonista de una película. Yo, en cambio, siempre al fondo, con el pelo oscuro y los ojos clavados en el suelo.

No sé cuándo empecé a sentirme extraña en mi propia casa. Quizá fue aquella vez que mi padre, después de una discusión absurda sobre los deberes, me espetó: —No sé de dónde has salido tú, siempre tienes que complicarlo todo. Marta nunca nos daba estos problemas.

Crecí en un piso de barrio en Madrid, donde las paredes eran tan finas que podía oír a mis padres discutir por las noches. Marta era la hija perfecta: buenas notas, amigos por todas partes, invitaciones a fiestas. Yo era la rara, la que prefería leer sola en el parque o perderse entre los estantes de la biblioteca municipal. Mi madre intentaba acercarse a mí, pero siempre había una distancia invisible, como si no supiera muy bien cómo tratarme.

A los dieciséis años, una tarde de invierno, escuché una conversación entre mis padres que no estaba destinada a mis oídos. —No podemos seguir ocultándoselo —dijo mi madre con voz temblorosa. —¿Y qué quieres que hagamos ahora? —respondió mi padre, seco como siempre. Me quedé helada tras la puerta, con el corazón golpeando tan fuerte que pensé que me descubrirían.

Desde entonces, la idea de ser adoptada se instaló en mi cabeza como una obsesión. Empecé a buscar pruebas: el color de mis ojos, tan distinto al de mis padres; mi piel más morena; incluso mi forma de hablar, más pausada y reflexiva. Marta se reía cuando le preguntaba si alguna vez había sentido que no pertenecía a esta familia. —No digas tonterías, Lucía. Eres igual de pesada que mamá.

Pero yo no podía dejarlo estar. Un día, mientras mi madre estaba en el supermercado y Marta salía con sus amigas, rebusqué en los cajones del dormitorio de mis padres. Encontré una caja de madera con cartas antiguas y una foto en blanco y negro de una mujer joven abrazando a un bebé. En el reverso ponía: «Para Lucía, con todo mi amor. Tu madre». Sentí un escalofrío recorrerme el cuerpo.

Guardé silencio durante semanas. No sabía cómo preguntar, ni siquiera si quería saber la verdad. Pero la distancia con mi familia crecía cada día más. Empecé a suspender exámenes y a encerrarme en mi cuarto. Mi padre se limitaba a bufar y decir: —Ya estamos otra vez con tus dramas.

Una noche, después de cenar, me armé de valor y enfrenté a mi madre en la cocina. —Mamá, ¿soy adoptada? —le pregunté con la voz rota. Ella se quedó paralizada, con el plato en la mano y los ojos llenos de lágrimas.

—Lucía… —susurró— No eres adoptada. Pero hay algo que nunca te he contado.

Me senté frente a ella mientras me explicaba entre sollozos que cuando era muy joven tuvo una relación antes de conocer a papá. Se quedó embarazada y decidió tenerme sola. Poco después conoció a mi padre y él aceptó criarme como suya, pero nunca logró quererme como a Marta, su hija biológica.

—Siempre tuve miedo de perderte si lo sabías —dijo mi madre—. Pero ahora veo que el silencio solo te ha hecho daño.

Sentí rabia, tristeza y alivio al mismo tiempo. Por fin entendía por qué siempre me había sentido diferente, por qué mi padre era tan distante conmigo y por qué mi madre me miraba a veces con esa mezcla de amor y culpa.

Durante semanas apenas hablé con nadie. Marta intentó animarme: —Tía, eres mi hermana igual. ¿Qué más da quién sea tu padre? Pero yo necesitaba tiempo para asimilarlo todo.

Un día decidí buscar a mi padre biológico. No tenía más pistas que una carta vieja firmada por «Antonio» y un apellido común: García. Recorrí media ciudad preguntando en registros civiles y llamando a números antiguos hasta que di con un hombre mayor que vivía solo en un barrio obrero del sur de Madrid.

Cuando lo vi por primera vez sentí vértigo. Tenía mis mismos ojos oscuros y la misma forma de fruncir el ceño cuando estaba nervioso.

—¿Eres Lucía? —preguntó él, con voz ronca.

Asentí sin poder hablar. Nos sentamos en un banco del parque y hablamos durante horas. Me contó que siempre pensó en mí pero que creyó hacer lo mejor al dejarme con mi madre para que tuviera una vida estable.

Volví a casa esa noche sintiéndome más completa pero también más rota. Mi madre me esperaba despierta.

—¿Le has visto? —preguntó sin rodeos.

—Sí —respondí—. Y ahora entiendo muchas cosas.

Con el tiempo aprendí a perdonar a mi madre y a aceptar a mi padre adoptivo tal como es: distante pero presente a su manera. Marta y yo seguimos discutiendo por tonterías pero ahora siento que tengo derecho a ocupar mi lugar en esta familia.

A veces me pregunto si habría sido más feliz sin saber la verdad o si era necesario pasar por todo este dolor para encontrarme a mí misma.

¿Vosotros qué haríais? ¿Buscaríais la verdad aunque doliera o preferiríais vivir con la duda?