Desde pequeña, fui testigo de cómo mi madre, Isabel, vivía una vida financiada por otros. A medida que sus benefactores desaparecían, su estilo de vida se convirtió en mi carga cuando comenzó a exigir mi apoyo financiero. Esta es la historia de cómo enfrenté las complejidades de las obligaciones familiares y el peso de una deuda no deseada.
Han pasado tres años desde la muerte de su padre, pero el recuerdo de su última conversación la atormenta. Su padre se sentaba en su sillón favorito, sus ojos, antes vibrantes, ahora apagados por el tiempo y la enfermedad. Su voz, antes fuerte y autoritaria, se había suavizado hasta convertirse en un susurro. A su lado estaba su nieto, quien lo visitaba a menudo y conocía bien sus luchas.
Cuando su abuela ya no pudo vivir sola, ella buscó el consejo de su madre. Las palabras de su madre fueron inesperadas: “Heredaste su casa; ahora debes heredar su cuidado.”
Hace un año, nuestra hija Valentina se casó con su amor de la universidad, Alejandro. Él pensó que había encontrado un tesoro porque somos dueños de un pequeño negocio familiar. Poco sabía él que la realidad del trabajo duro estaba a la vuelta de la esquina.
Tras la muerte de nuestra madre, mi padre se volvió a casar y tuvo a mi media hermana, Camila. Ella se adueñó de la casa familiar que estaba destinada para mí. A pesar de mis intentos por recuperarla, no pude reclamar lo que legítimamente me pertenecía.
