El Último Grito de Lucía: Cuando el Amor se Rompe por el Dinero

—¿De verdad crees que puedes dejarme así, Álvaro? —grité, con la voz rota, mientras sostenía a nuestra hija en brazos. Él ni siquiera me miró. Recogía su maleta con una frialdad que me helaba la sangre.

—No hagas esto más difícil, Lucía. Ya está decidido —respondió, sin un atisbo de culpa en los ojos.

La pequeña Martina lloraba, ajena al drama que se desataba en nuestro piso de Vallecas. Yo temblaba, no sabía si de rabia o de miedo. Álvaro, el hombre con el que había compartido diez años y sueños de familia, se iba tras otra mujer. Pero lo peor no era eso. Lo peor vino después.

Las primeras semanas fueron un infierno. Mi madre, Carmen, venía cada tarde a ayudarme con la niña y a recordarme que tenía que ser fuerte. Pero yo solo quería desaparecer. Las noches eran eternas; el silencio del piso vacío me ahogaba. Una tarde, mientras doblaba la ropa de Martina, encontré una carta del banco: la hipoteca estaba impagada desde hacía dos meses.

Corrí al despacho de Álvaro, buscando respuestas entre sus papeles. Allí encontré extractos bancarios, facturas y algo que me heló la sangre: transferencias a cuentas desconocidas y pagos a nombre de una tal «Sandra López». Mi corazón latía desbocado. ¿Hasta dónde llegaba su traición?

Decidí pedir ayuda legal. Mi amiga Marta me recomendó a un abogado, don Ernesto, un hombre mayor con cara de pocos amigos pero mirada honesta.

—Lucía, tienes derecho a una pensión para Martina y a la mitad de los bienes —me aseguró en su despacho lleno de carpetas.

Pero cuando presentamos la demanda, Álvaro apareció con una sonrisa cínica y un papel en la mano.

—Estoy en quiebra —dijo ante el juez—. No tengo nada a mi nombre.

Me quedé sin palabras. ¿Cómo podía ser? Había visto sus cuentas, sus negocios florecientes… Pero todo estaba ahora a nombre de su hermano, Sergio, o de empresas fantasma. El juez solo pudo concederme una pensión mínima y la custodia total de Martina.

Las semanas se convirtieron en meses. El dinero no alcanzaba y tuve que volver a casa de mi madre. Mi padre apenas hablaba; sentía vergüenza por mí o por la situación, nunca lo supe. Mis amigas me miraban con lástima y algunos vecinos cuchicheaban cuando pasaba por el portal.

Una tarde, mientras esperaba en la cola del paro, vi a Álvaro bajarse de un BMW nuevo con Sandra del brazo. Sentí una mezcla de rabia y humillación tan grande que tuve que apoyarme en una farola para no caerme.

—No te rindas, hija —me decía mi madre cada noche—. Martina te necesita fuerte.

Pero yo solo quería justicia. Volví al abogado con las pruebas que había reunido: fotos, mensajes, extractos bancarios antiguos. Don Ernesto me miró con tristeza.

—El problema es que ha movido todo antes del divorcio. La ley no siempre protege a quien debería…

Empecé a trabajar limpiando casas por horas y vendiendo ropa usada por Wallapop. Cada euro era para Martina: pañales, leche, ropa… A veces lloraba en silencio mientras ella dormía, preguntándome cómo habíamos llegado hasta allí.

Un día recibí una llamada inesperada:

—Lucía, soy Sandra —dijo una voz temblorosa al otro lado—. Necesito hablar contigo…

Nos citamos en una cafetería del centro. Sandra estaba pálida y nerviosa.

—Álvaro me ha mentido también —confesó—. Me prometió una vida juntos pero ahora está con otra… Y me ha dejado con deudas a mi nombre.

Sentí compasión y rabia al mismo tiempo. Dos mujeres engañadas por el mismo hombre. Sandra me entregó unos papeles: pruebas de las cuentas ocultas de Álvaro.

Volví al juzgado con don Ernesto y esta vez el juez aceptó reabrir el caso. Pero el proceso fue largo y doloroso; Álvaro contrató abogados caros y mintió sin pudor.

Mientras tanto, Martina crecía ajena a todo, aprendiendo a caminar entre los muebles del pequeño piso de mi madre. Yo aprendí a sobrevivir con poco y a valorar cada sonrisa suya como un tesoro.

La sentencia llegó un año después: Álvaro debía pagar una pensión justa y devolver parte de los bienes ocultos. Pero el daño ya estaba hecho. La herida seguía abierta; la confianza rota para siempre.

A veces me pregunto si alguna vez podré perdonar o si solo aprenderé a vivir con esta cicatriz.

¿Hasta dónde puede llegar alguien por dinero? ¿Y cómo se recompone una vida cuando te han arrebatado todo menos la dignidad?