Nido vacío, esperanza encendida: La soledad de Carmen

—¿Otra vez sopa, mamá? —La voz de Lucía resonaba en la cocina, hace años, con ese tono entre queja y cariño que solo una hija adolescente puede tener.

Hoy, el eco de esa pregunta rebota en las paredes vacías de mi casa en Alcalá de Henares. El reloj marca las ocho y media, pero no hay prisa. No hay nadie que espere el desayuno ni que proteste por la sopa. Solo yo, Carmen, sentada frente a una mesa demasiado grande para una sola taza de café.

A veces me pregunto en qué momento la vida se volvió tan silenciosa. Recuerdo cuando Lucía y Álvaro corrían por el pasillo, peleando por el mando de la tele o discutiendo sobre quién había dejado la luz del baño encendida. Ahora, el único sonido es el tic-tac del reloj y el crujir de mis rodillas cuando me levanto.

Manuel, mi vecino de toda la vida, toca el timbre cada martes para preguntarme si necesito algo del supermercado. —Carmen, ¿te bajo la basura? —me dice con esa voz grave que intenta sonar alegre. Le sonrío y le agradezco, aunque por dentro me duele depender de alguien para cosas tan simples. Antes era yo quien cuidaba de todos.

Lucía vive en Barcelona desde hace tres años. Trabaja en una agencia de publicidad y siempre está ocupada. Sus mensajes llegan tarde por la noche: “Mamá, hoy no puedo llamarte, mañana te cuento”. Álvaro se fue a Valencia para estudiar ingeniería y se quedó allí. Me manda fotos de sus proyectos y alguna que otra selfie con su novia, Marta. Los quiero con toda mi alma, pero siento que cada día están más lejos.

El domingo pasado fue mi cumpleaños. Preparé una tortilla de patatas como hacía cuando estaban aquí. Puse dos platos más en la mesa, por costumbre o por esperanza, no lo sé. Al final cené sola, mirando el móvil cada cinco minutos esperando una videollamada que nunca llegó. Lucía me mandó un audio: “Perdona, mamá, hoy ha sido un día horrible en el trabajo. Te quiero mucho”. Álvaro me escribió un WhatsApp: “Felicidades, vieja. El finde te llamo”.

No les culpo. Yo también fui joven y tuve prisa por vivir. Pero ahora entiendo a mi madre cuando me decía: “Ya lo entenderás cuando seas madre”.

El problema central de mi vida es este vacío que nadie ve. La gente piensa que tener hijos es garantía de compañía en la vejez, pero no siempre es así. En España, cada vez somos más los mayores que vivimos solos mientras nuestros hijos buscan su futuro lejos del hogar. Nadie habla de lo difícil que es adaptarse a esta soledad impuesta.

A veces intento llenar el tiempo con actividades: leo novelas de Almudena Grandes, veo concursos en la tele o salgo al balcón a regar las plantas. Pero nada sustituye el bullicio de una casa llena.

Hace unas semanas discutí con Lucía por teléfono. Le reproché que nunca viniera a verme. —Mamá, no entiendes lo difícil que es todo aquí —me gritó—. No puedo estar pendiente de ti todo el tiempo.

Colgué llorando. Me sentí egoísta y mala madre. ¿Acaso pedir un poco de atención es demasiado? ¿O soy yo quien debe aprender a soltar?

Manuel dice que debería apuntarme al centro de mayores del barrio. —Allí hacen talleres de pintura y excursiones —me insiste—. No puedes quedarte aquí encerrada esperando a que tus hijos vengan.

Pero yo no quiero pintar ni hacer excursiones con desconocidos. Quiero a mis hijos en casa, aunque sea solo un rato.

El otro día encontré una caja con fotos antiguas: Lucía vestida de sevillana en la feria del colegio; Álvaro con su primer balón del Atleti; los cuatro juntos en la playa de Benidorm, riendo bajo el sol. Me pasé horas mirando esas imágenes hasta que se me nubló la vista.

Por las noches sueño que vuelven los dos a casa por sorpresa. Que entran corriendo por la puerta y me abrazan fuerte. Pero al despertar solo está el silencio.

Ayer recibí una carta del ayuntamiento informando sobre ayudas para personas mayores que viven solas. La guardé en un cajón sin abrirla. No quiero sentirme una carga ni una estadística más.

Hoy he decidido escribirles una carta a Lucía y Álvaro. No para reprocharles nada, sino para contarles cómo me siento realmente:

“Queridos hijos,
Sé que estáis ocupados y que vuestras vidas son intensas y llenas de retos. Solo quiero deciros que os echo mucho de menos y que la casa sin vosotros no es un hogar completo. No os pido grandes cosas, solo un poco de vuestro tiempo, una llamada o una visita cuando podáis. Os quiero siempre.”

No sé si servirá de algo, pero al menos he puesto en palabras lo que me ahoga por dentro.

A veces me pregunto si este dolor es inevitable o si podríamos hacer algo diferente como familia para no perdernos tanto los unos a los otros.

¿De verdad es tan difícil encontrar un equilibrio entre los sueños propios y el amor a quienes nos dieron la vida? ¿Cuántas madres más estarán ahora mismo mirando el móvil esperando una llamada que no llega?