El Último Trozo de Tarta: Una Noche de Navidad en Madrid

—¡Pero Daniel, por favor!—exclamó Carmen, la anfitriona, con la voz temblorosa y una sonrisa forzada que no engañaba a nadie—. Aquí no estamos para dar limosnas. Si quieres tarta para tu familia, mejor pásate por la pastelería mañana.

El cuchillo aún estaba en mi mano, a medio camino entre el último trozo de tarta de Santiago y el plato vacío de Daniel. Sentí cómo el aire se volvía denso en el salón, cargado de miradas incómodas y murmullos apenas disimulados. Era Nochebuena en Madrid, y la mesa —tan cuidadosamente decorada por Carmen— se había convertido en un campo de batalla.

Daniel, con su eterna sonrisa pícara, no se inmutó. —Carmen, mujer, no seas así. Es solo un trocito para mis hijos. Ya sabes que en mi casa la Navidad es más humilde—. Su tono era ligero, pero sus ojos buscaban aliados entre nosotros.

Yo, Marta, me removí en mi silla. Daniel y yo habíamos sido amigos desde el instituto, pero últimamente su tendencia a pedir favores —y a veces cosas materiales— se había vuelto incómoda. Recordé el año pasado, cuando pidió llevarse los restos del roscón «para su madre enferma», aunque luego supe que su madre ni siquiera estaba en Madrid.

Carmen suspiró y se cruzó de brazos. —No es cuestión de humildad, Daniel. Todos hemos traído algo para compartir, pero esto ya parece un mercadillo. ¿No crees que deberías pensar en los demás?

El silencio era tan espeso que podía cortarse con el cuchillo que aún sostenía. Mi hermano Luis me miró de reojo, como pidiéndome que interviniera. Mi madre, sentada al fondo, fingía estar ocupada recogiendo las servilletas.

—Bueno, si tanto molesta…—Daniel se encogió de hombros y apartó el plato—. No pasa nada. Pero luego no digáis que no sois generosos.

La tensión explotó como una bengala. Carmen dejó caer los cubiertos sobre la mesa.

—¡Eso sí que no!—gritó—. Generosidad es compartir, no aprovecharse de los demás. Siempre igual contigo, Daniel. Siempre pidiendo, siempre esperando que te den todo hecho.

Sentí una punzada de vergüenza ajena y también culpa. ¿Cuántas veces había yo misma cedido ante las peticiones de Daniel solo para evitar conflictos? ¿Cuántas veces le había dado dinero «prestado» que nunca volvió?

Luis intervino entonces, con su voz grave:

—Mira, Daniel, todos tenemos problemas. Pero aquí venimos a disfrutar juntos, no a competir por quién se lleva más a casa.

Daniel bajó la mirada por primera vez en la noche. Vi cómo sus manos temblaban ligeramente mientras recogía su servilleta.

—No quería molestar… De verdad. Solo pensé que… Bueno, da igual.

Carmen se levantó bruscamente y fue a la cocina. El resto nos quedamos en silencio, mirando nuestros platos vacíos o el centro de mesa con las velas casi consumidas.

Mi madre rompió el silencio con un susurro:

—En mi época, nadie pedía nada para llevar. Era de mala educación…

Pero yo no podía dejar de mirar a Daniel. Recordé cuando éramos adolescentes y él compartía conmigo su bocadillo en el recreo porque yo había olvidado el mío. Recordé también las veces que me ayudó a estudiar para los exámenes o me acompañó al hospital cuando mi padre enfermó.

Me levanté despacio y fui tras Carmen a la cocina. La encontré apoyada contra la encimera, limpiándose las lágrimas con el dorso de la mano.

—Carmen… No quería que esto terminara así.

Ella me miró con los ojos rojos:

—Marta, estoy cansada. Siempre es lo mismo con él. No es solo la tarta; es todo: las cenas, los favores, los «me puedes dejar veinte euros»… Siento que abusa de nuestra amistad.

Asentí en silencio. Sabía que tenía razón. Pero también sabía que Daniel no era mala persona; simplemente había aprendido a sobrevivir pidiendo ayuda donde podía encontrarla.

Volví al salón y vi a Daniel poniéndose el abrigo. Me acerqué y le susurré:

—¿Por qué lo haces? ¿Por qué siempre tienes que pedir?

Él me miró con una mezcla de tristeza y orgullo herido:

—Porque si no pido, nadie me da nada. Así es como he vivido siempre. Y sí, sé que canso… Pero a veces solo quiero sentir que alguien piensa en mí y en los míos.

Me quedé sin palabras mientras él salía al frío de la noche madrileña.

La cena terminó pronto esa noche. Nadie tenía ganas de villancicos ni de abrir regalos. Al volver a casa, me senté junto a la ventana y miré las luces navideñas reflejadas en los charcos de la calle.

Pensé en Daniel, en Carmen, en todos nosotros: atrapados entre el deseo de ayudar y el miedo a ser utilizados; entre la generosidad y el resentimiento; entre lo que damos y lo que esperamos recibir.

¿Dónde está el límite entre ser generoso y dejarse pisotear? ¿Cuándo deja de ser solidaridad y empieza a ser abuso? ¿Y si algún día soy yo quien necesita pedir?