La Última Luz de la Oficina
—¿Otra vez llegas tarde, Lucía? —La voz de Sergio retumba en el pasillo, mezclada con el eco de mis tacones sobre el parquet. Son las once y media de la noche y, como cada día, he buscado excusas para retrasar mi llegada a casa. El despacho vacío, el zumbido de las luces fluorescentes, incluso el olor a café recalentado me resultan más acogedores que el frío de nuestro salón.
No siempre fue así. Recuerdo cuando Sergio y yo nos conocimos en la universidad de Salamanca. Él era divertido, atento, siempre con una palabra amable. Pero los años y la rutina han ido desgastando todo eso. Ahora, cada conversación es una batalla sorda, cada gesto una acusación velada.
—He tenido mucho trabajo —respondo sin mirarle, colgando el abrigo en silencio. Él resopla desde el sofá, con la televisión encendida y el móvil en la mano.
—Claro, siempre es el trabajo. ¿Y yo qué? ¿No merezco ni un poco de tu tiempo?
No sé qué contestar. ¿Cómo explicarle que prefiero quedarme hasta las tantas ayudando a Marta con sus informes o cubriendo a Álvaro en sus turnos antes que enfrentarme a su indiferencia? ¿Cómo decirle que ya no me siento bienvenida en mi propia casa?
La primera vez que me quedé hasta tarde fue por casualidad. Marta tenía un problema con un cliente importante y yo me ofrecí a ayudarla. Cuando volví a casa, Sergio ya dormía y por primera vez en meses sentí alivio. Desde entonces, busqué cualquier excusa para repetirlo: reuniones interminables, informes urgentes, incluso cenas improvisadas con los compañeros.
Mis padres lo notaron enseguida. Mi madre me llamó una tarde:
—Lucía, hija, ¿estás bien? Hace semanas que no vienes a vernos.
—Sí, mamá, solo estoy muy liada en el trabajo —mentí.
Pero ella no se dejó engañar:
—No dejes que el trabajo te quite la vida, Lucía. Y no permitas que nadie te haga sentir menos en tu propia casa.
Colgué con un nudo en la garganta. Pero no fui capaz de cambiar nada.
Las discusiones con Sergio se volvieron más frecuentes. Él se quejaba de mi ausencia; yo le reprochaba su falta de interés por mis cosas. Una noche, después de una cena silenciosa, explotó:
—¿Por qué te molestas en volver si ni siquiera quieres estar aquí?
No supe qué decirle. Me limité a recoger los platos y encerrarme en el baño, donde por fin pude llorar en paz.
En la oficina todos piensan que soy una trabajadora incansable. Marta me admira:
—No sé cómo lo haces, Lucía. Siempre estás dispuesta a ayudar.
Pero nadie sabe que huyo. Huyo del vacío de mi casa, del desprecio silencioso de Sergio, de la sensación de fracaso que me acompaña cada vez que cruzo la puerta del piso.
Un viernes por la noche, mientras revisaba unos papeles en mi mesa, Álvaro se acercó:
—¿No tienes ganas de irte a casa? —me preguntó con una sonrisa triste.
Le miré y sentí ganas de confesarle todo: que temía volver, que ya no reconocía a la persona con la que compartía mi vida, que me sentía sola incluso acompañada.
—Aquí estoy bien —fue lo único que dije.
Esa noche volví más tarde que nunca. Al entrar, encontré a Sergio dormido en el sofá, una botella vacía sobre la mesa. Me senté a su lado y le miré largo rato. ¿Cuándo dejamos de hablarnos? ¿Cuándo se rompió lo nuestro?
Al día siguiente intenté hablar con él:
—Sergio, tenemos que hablar.
Él ni siquiera levantó la vista del móvil:
—¿Ahora te acuerdas de mí?
Sentí rabia y tristeza al mismo tiempo. Le expliqué cómo me sentía, cómo su indiferencia me dolía más que cualquier discusión. Pero él solo encogió los hombros:
—Si no te gusta, ya sabes dónde está la puerta.
Me quedé helada. No era la primera vez que lo decía, pero esta vez sonó definitivo.
Esa noche dormí en el sofá. Al amanecer hice la maleta y me fui a casa de mis padres. Mi madre me abrazó sin preguntar nada; mi padre me preparó un café como cuando era niña.
Durante semanas intenté recomponerme. Volví al trabajo pero ya no me quedaba hasta tarde. Empecé a salir con mis amigas otra vez, a recuperar pedazos de mí misma que había olvidado.
Sergio no llamó ni una sola vez. Un día recibí un mensaje suyo: «Espero que seas feliz». Nada más.
A veces pienso si podría haber hecho algo diferente. Si debí luchar más o marcharme antes. Pero ahora sé que nadie merece vivir sintiéndose invisible en su propia casa.
¿De verdad es tan difícil respetar y valorar a quien tienes al lado? ¿Cuántas personas estarán ahora mismo huyendo como yo lo hice? ¿Y tú? ¿Te has sentido alguna vez así?