El precio de los domingos: Entre suegros, tareas y silencios
—¡Mariana, pásame el trapeador! —grita doña Rosa desde la cocina, mientras yo apenas termino de lavar los platos del desayuno.
El vapor del café aún flota en el aire, pero ya siento el sudor en la frente. Son las nueve de la mañana del sábado y mi fin de semana, ese que soñé toda la semana desde mi escritorio en la oficina, se ha esfumado antes de empezar. Mi esposo, Julián, está en el patio con su papá, arreglando la bomba del agua. Yo, en cambio, soy la ayudante oficial de mi suegra.
Me miro las manos enrojecidas por el jabón y me pregunto cómo llegué aquí. ¿En qué momento los fines de semana dejaron de ser míos? ¿Por qué nadie parece notar mi cansancio?
—Mariana, ¿puedes también barrer el corredor? —añade doña Rosa, sin mirarme.
—Claro, ahorita lo hago —respondo, tragándome las ganas de decir que no.
Recuerdo cuando Julián y yo éramos novios. Venir a casa de sus papás era sinónimo de risas, comida rica y sobremesas largas. Pero desde que nos casamos, cada visita es una lista interminable de pendientes: limpiar ventanas, ayudar a cocinar para toda la familia, cuidar a los sobrinos pequeños mientras las cuñadas salen a hacer mandados. Nadie pregunta si quiero ayudar; simplemente se espera que lo haga.
A veces pienso que soy invisible. Que mi presencia solo sirve para llenar huecos y cumplir expectativas. El domingo pasado, mientras pelaba papas para el caldo, escuché a mi suegra decirle a su hermana:
—Mariana es muy buena muchacha, pero le falta iniciativa. Hay cosas que una nuera debe saber hacer sin que se le diga.
Sentí un nudo en la garganta. ¿No era suficiente todo lo que hacía? ¿Acaso no merecía un poco de descanso?
Esa noche, ya en la recámara de visitas, le dije a Julián:
—Amor, ¿no crees que podríamos venir menos seguido? O al menos quedarnos menos tiempo…
Él me miró con cansancio.
—Sabes cómo son mis papás. Si no venimos cada fin, se ofenden. Además, tú eres parte de la familia ahora.
Parte de la familia. Pero no siento que pertenezca. Siento que soy una empleada sin sueldo ni reconocimiento.
El domingo amanece con el canto de los gallos y el ruido de las ollas en la cocina. Me levanto antes que Julián para ayudar a preparar el desayuno. Mientras bato los huevos y corto jitomate para el pico de gallo, escucho a mis cuñadas reírse en la sala, viendo videos en el celular. Nadie se ofrece a ayudarme.
—Mariana, ¿ya pusiste el café? —pregunta doña Rosa desde la mesa.
—Sí, ya casi está listo —respondo con una sonrisa forzada.
A media mañana llega más familia: tíos, primos, vecinos. Todos esperan ser atendidos. Yo sirvo platos, recojo vasos vacíos, limpio migajas del mantel. Cuando por fin me siento a desayunar, ya todos han terminado y sólo quedan restos fríos en la mesa.
En un momento de descuido, me encierro en el baño y dejo que las lágrimas corran en silencio. Me siento sola, agotada y atrapada en una rutina que no elegí. Pienso en mi mamá, allá en Tepic, que siempre me decía:
—Hija, no te olvides de ti misma por complacer a los demás.
Pero aquí estoy, olvidándome de mí cada fin de semana.
Por la tarde, cuando por fin nos despedimos para regresar a casa, doña Rosa me abraza fuerte:
—Gracias por toda tu ayuda, hija. Eres como una hija más para mí.
Sonrío y asiento con la cabeza, pero por dentro me siento vacía. Julián maneja en silencio mientras yo miro por la ventana los campos de agave pasar rápidamente.
—¿Estás bien? —me pregunta al notar mi silencio.
—Sí… sólo estoy cansada —respondo bajito.
En casa, me tumbo en la cama sin quitarme los zapatos. Siento el cuerpo pesado y el corazón apretado. ¿Por qué nadie ve lo mucho que me esfuerzo? ¿Por qué tengo que elegir entre mi paz y las expectativas ajenas?
Esa noche sueño con una casa llena de luz donde nadie me pide nada y puedo simplemente ser yo misma. Al despertar, sé que algo tiene que cambiar.
Hoy escribo esto porque sé que no soy la única. ¿Cuántas mujeres en México y Latinoamérica viven atrapadas entre deberes familiares y el deseo legítimo de descansar? ¿Cuántas veces callamos por miedo a decepcionar?
¿Hasta cuándo vamos a seguir sacrificando nuestros fines de semana —y nuestra felicidad— por cumplir con lo que otros esperan? ¿No merecemos también un espacio para respirar y ser escuchadas?