La herida invisible: Un verano en Segovia
—¿Por qué habéis venido ahora? —La voz de Carmen retumbó en el recibidor, cortante como el viento de la sierra segoviana. Apenas habíamos cruzado el umbral de su casa, Lucía y yo, con las maletas aún en la mano, cuando su mirada nos atravesó como una ráfaga helada.
Me quedé paralizado. Había imaginado este momento durante semanas: abrazos, risas, el olor a leña y pan recién hecho. Pero la realidad era otra. Carmen, mi cuñada, no sonreía. Su marido, Tomás, ni siquiera se levantó del sofá para saludarnos. Mi sobrina Paula nos miraba desde la escalera, con los auriculares puestos, como si fuéramos dos extraños.
Lucía me apretó la mano. —Tranquilo, seguro que está estresada —susurró.
Pero yo sabía que no era solo estrés. Había algo más. Algo que llevaba años creciendo entre Carmen y nosotros, una herida invisible que ninguno se atrevía a nombrar.
Durante la cena, el silencio era tan denso que podía cortarse con el cuchillo del jamón. Carmen apenas hablaba. Tomás se limitaba a mirar el móvil. Paula no bajó a cenar. Lucía intentó romper el hielo:
—Carmen, tu casa está preciosa. ¿Has cambiado los muebles?
—No —respondió ella sin levantar la vista del plato—. No tengo tiempo para esas cosas.
Sentí una punzada en el pecho. Recordé cuando éramos más jóvenes y Carmen me llamaba para pedirme consejo sobre cualquier tontería: un chico, un trabajo, una receta. Ahora parecía que cualquier palabra nuestra le molestaba.
Al día siguiente, salimos a pasear por el acueducto. Lucía y yo intentábamos disfrutar del paisaje, pero la tensión era insoportable. Carmen caminaba unos pasos por delante, como si quisiera perderse entre los turistas.
—¿Te has dado cuenta de cómo nos mira? —me preguntó Lucía en voz baja—. Es como si le debiéramos algo.
No supe qué responderle. Quizá tenía razón. Quizá todo venía de aquel verano hace cinco años, cuando mi madre enfermó y yo no pude venir a ayudar porque acababa de empezar un nuevo trabajo en Madrid. Carmen se quedó sola cuidando de ella hasta el final. Nunca me lo reprochó abiertamente, pero desde entonces todo cambió entre nosotros.
Esa noche, después de cenar, me armé de valor y fui a buscarla a la cocina.
—Carmen, ¿podemos hablar?
Ella se giró despacio, con los ojos brillantes de rabia contenida.
—¿Hablar de qué? ¿De cómo desapareciste cuando más te necesitaba? ¿De cómo ahora vienes aquí como si nada hubiera pasado?
Me quedé sin palabras. Sentí una mezcla de vergüenza y culpa tan grande que apenas podía mirarla a los ojos.
—Lo siento —murmuré—. No supe cómo estar a la altura entonces…
—No es solo eso —me interrumpió—. Es que siempre has sido el hijo perfecto, el que se fue a Madrid y triunfó. Y yo… yo me quedé aquí con todo lo feo, con los cuidados, con las facturas…
Las lágrimas le corrían por las mejillas. Por primera vez entendí su dolor, su resentimiento. No era solo por aquel verano; era por años de sentirse invisible, menospreciada por la familia.
Lucía apareció en la puerta y nos miró en silencio. Yo me acerqué a Carmen y le puse una mano en el hombro.
—No quiero que sigamos así —le dije—. Dime qué puedo hacer para arreglarlo.
Carmen suspiró hondo.
—No sé si se puede arreglar —admitió—. Pero al menos ahora sabes cómo me siento.
El resto de la semana fue extraño pero liberador. Hablamos mucho, lloramos más de lo que esperaba y poco a poco fuimos reconstruyendo algo parecido a una relación. Paula empezó a bajar a cenar con nosotros y hasta Tomás se animó a contarnos historias del pueblo.
El último día, antes de marcharnos, Carmen me abrazó por primera vez en años.
—Gracias por venir —me susurró al oído—. Y por escucharme.
En el tren de vuelta a Madrid, miré a Lucía y sentí un peso menos sobre los hombros. A veces las heridas familiares no se ven, pero duelen igual o más que las físicas.
¿Quién no ha sentido alguna vez esa distancia helada con alguien querido? ¿Cuántas cosas callamos por miedo a romper lo poco que queda? ¿Vale la pena seguir guardando silencio?