El día que me atreví a ser yo: La historia de Carmen

—¿De verdad vas a dejarlo todo, mamá? —La voz de Lucía retumba en el pasillo, cargada de incredulidad y rabia.

Me detengo, la maleta en la mano, el corazón en la garganta. Miro el reloj: las siete y media de la tarde. Afuera chispea sobre las baldosas del barrio de Chamberí. Pienso en las veces que he soñado con este momento y ahora que está aquí, me tiemblan las piernas.

—No lo dejo todo, hija. Me estoy eligiendo a mí —respondo, intentando que mi voz no se quiebre.

Lucía me mira como si no me reconociera. Tiene 34 años y siempre ha sido la sensata, la que pone orden cuando Antonio y yo discutimos por tonterías. Pero hoy no hay orden posible. Hoy solo hay un abismo entre nosotras.

Antonio está en el salón, viendo el telediario como cada noche. Ni siquiera ha preguntado por qué guardo ropa en la maleta. Hace años que dejó de interesarse por mis movimientos, mis silencios, mis lágrimas. Su mundo es el sofá, el fútbol, las comidas servidas y la ropa planchada. Yo era invisible, una sombra que recogía los platos y callaba los gritos.

—¿Y qué vas a hacer? ¿Dónde vas a ir? —insiste Lucía.

—A casa de tía Pilar, de momento. Luego ya veré —digo, aunque en realidad no tengo ni idea. Solo sé que no puedo quedarme ni un minuto más.

Me acuerdo de cuando era joven y soñaba con viajar, con escribir novelas, con reírme hasta llorar. Pero la vida se fue llenando de rutinas: los niños, la compra, los turnos en el hospital donde trabajaba como auxiliar. Antonio nunca cambió un pañal ni preparó una cena. Siempre decía: “Eso es cosa tuya”. Y yo lo acepté porque así me enseñaron en casa: las mujeres aguantan, las mujeres cuidan.

Pero ahora ya no puedo más. Hace dos meses, después de una discusión absurda porque olvidé comprarle su cerveza favorita, sentí que algo se rompía dentro de mí. Me miré al espejo y vi a una desconocida: ojeras profundas, la boca apretada por la rabia contenida. Pensé: “¿Así voy a morirme? ¿Sin haber sido feliz nunca?”

Esa noche dormí en el sofá. Antonio ni se inmutó. Al día siguiente empecé a ahorrar en secreto: cincuenta euros aquí, veinte allá. Llamé a Pilar y le conté todo entre sollozos. Ella me abrazó fuerte y me dijo: “Carmen, aún estás a tiempo”.

Hoy es el día. El día en que dejo de ser la mujer de Antonio para ser simplemente Carmen.

—Mamá, papá te necesita —dice Lucía, casi suplicando.

—No me necesita, Lucía. Necesita a alguien que le haga la cena y le lave los calzoncillos. Eso no es amor.

Ella baja la mirada. Sé que le duele. Sé que piensa en su propio matrimonio con Sergio, tan parecido al mío. Pero no puedo salvarla de sus elecciones; solo puedo mostrarle que hay otra forma de vivir.

Salgo al rellano y cierro la puerta despacio. El ascensor tarda una eternidad en llegar. Siento el peso de los años en los hombros pero también una ligereza nueva, como si por fin pudiera respirar hondo.

En casa de Pilar me recibe el olor a café recién hecho y el abrazo cálido de mi hermana.

—Bienvenida a tu vida —me dice sonriendo.

Esa noche apenas duermo. Repaso cada momento del día: la mirada herida de Lucía, el silencio indiferente de Antonio, mi propia voz temblorosa diciendo “basta”. Me pregunto si he hecho bien, si no es demasiado tarde para empezar de cero.

Al día siguiente Lucía me llama. No contesto. No sé qué decirle todavía. Paso la mañana paseando por el Retiro, viendo a las parejas mayores cogidas de la mano y preguntándome si alguna vez sentiré algo así.

Por la tarde Pilar me anima a apuntarme a un taller de escritura en el centro cultural del barrio. Me tiembla la mano al rellenar el formulario pero lo hago. Por primera vez en años hago algo solo para mí.

Los días pasan lentos pero distintos. Aprendo a cocinar solo para una persona, a dormir sola sin miedo al silencio. A veces lloro por las noches; otras veces me sorprendo riendo con Pilar por cualquier tontería.

Una tarde Lucía aparece en casa de Pilar sin avisar. Está pálida y tiene los ojos hinchados.

—No entiendo nada, mamá —me dice entre lágrimas—. ¿Por qué ahora? ¿Por qué así?

La abrazo fuerte y le susurro:

—Porque si no lo hacía ahora, ya no lo haría nunca. Porque merezco ser feliz antes de morirme.

Ella llora en mi hombro largo rato. Luego hablamos como nunca antes: de mis miedos, de sus dudas con Sergio, del futuro incierto pero abierto.

Antonio no llama ni pregunta por mí. Me duele pero también me libera.

Un mes después recibo mi primer relato publicado en la revista del taller. Lo leo mil veces y lloro como una niña pequeña.

Hoy Lucía viene a verme cada semana. Hablamos más que nunca; nos reímos juntas y compartimos silencios cómodos. A veces me pregunta si echo de menos mi antigua vida.

—Echo de menos lo que nunca tuve —le respondo—: sentirme viva.

Ahora sé que nunca es tarde para elegirte a ti misma, aunque duela, aunque nadie lo entienda al principio.

¿Y vosotros? ¿Cuántas veces habéis callado vuestros sueños por miedo al qué dirán? ¿No creéis que merecemos ser felices antes de que sea demasiado tarde?