El Espejo Roto de Valentina

—¿Por qué llevas tanto tiempo mirándome así, Lucía? —me preguntó Valentina, mientras se retocaba el labial frente al espejo del recibidor. Su voz sonaba cortante, casi desafiante, muy distinta a la dulzura con la que solía recibirme en otras épocas.

No supe qué responder. Habían pasado meses desde la última vez que visité a mi hermano Sergio y a Valentina en su piso de Alcalá de Henares. Siempre los recordaba entre risas, con los niños correteando en pijama y el olor a café impregnando la casa. Pero esa tarde todo era distinto: la casa olía a perfume caro, las cortinas nuevas ocultaban la luz y Valentina, lejos de su habitual coleta y ropa cómoda, lucía un maquillaje impecable y ropa deportiva ajustada.

—¿Te apetece un café? —me ofreció, sin mirarme a los ojos.

Asentí, intentando disimular mi incomodidad. Mientras preparaba la cafetera, observé cómo sus manos temblaban ligeramente. Los niños jugaban en silencio en el salón, demasiado tranquilos para lo que solía ser habitual. Sergio no estaba; según Valentina, últimamente llegaba tarde del trabajo casi todos los días.

—¿Y tú? ¿Cómo estás? —le pregunté, intentando romper el hielo.

Ella se encogió de hombros y sonrió con una mueca amarga.

—Bien… Supongo. Ya sabes, la rutina. El trabajo de Sergio, los niños… —Su voz se apagó y volvió a mirarse en el espejo, como si buscara respuestas en su propio reflejo.

Me sorprendió ver que sobre la mesa del comedor había una revista de fitness abierta por una página de rutinas para glúteos. Junto a ella, una bolsa de maquillaje nueva y una agenda con horarios de clases en un gimnasio cercano.

—¿Desde cuándo vas al gimnasio? —pregunté con cautela.

Valentina soltó una risa seca.

—Desde hace un par de meses. Me cansé de verme siempre igual. ¿No te pasa a ti? —me lanzó una mirada intensa—. A veces siento que si no hago algo por mí, me voy a perder del todo.

No supe qué decir. Recordé las veces que habíamos hablado sobre lo difícil que era encontrar tiempo para una misma cuando tienes hijos pequeños y una pareja absorbida por el trabajo. Pero había algo más en su tono, algo que no lograba descifrar.

Esa noche, mientras cenábamos juntas porque Sergio aún no llegaba, Valentina se mostró inquieta. Miraba el móvil cada pocos minutos y apenas probó bocado. Los niños se acostaron temprano y el silencio se hizo espeso entre nosotras.

—¿Te pasa algo con Sergio? —me atreví finalmente a preguntar.

Ella dejó el tenedor sobre el plato y suspiró largo.

—No sé si sigue siendo mi marido o solo un compañero de piso —confesó en voz baja—. Hace meses que no hablamos de nada importante. Llega tarde, cena solo y se va a dormir sin decirme nada. Yo… yo me siento invisible.

Me dolió escucharla así. Recordé cómo Valentina solía bromear sobre las noches de cine en casa y las escapadas improvisadas al campo. Ahora parecía una sombra de sí misma, aferrada a cambios externos para tapar un vacío interno.

—¿Y el gimnasio? ¿Es solo por ti? —insistí.

Valentina dudó antes de responder.

—Al principio sí… pero ahora es lo único que me hace sentir viva. Allí nadie me mira como si fuera solo la madre de alguien o la esposa de Sergio. Allí soy Valentina, sin más.

La conversación quedó flotando en el aire cuando escuchamos la llave girar en la puerta. Sergio entró con cara cansada y apenas saludó. Se encerró en el despacho con el portátil y no volvió a salir hasta pasada la medianoche.

Esa noche dormí en el sofá del salón. Desde allí escuché sollozos ahogados provenientes del dormitorio principal. Me sentí impotente, incapaz de ayudar a mi cuñada ni de enfrentar a mi hermano por miedo a romper aún más lo poco que quedaba intacto entre ellos.

A la mañana siguiente, mientras preparábamos el desayuno, Valentina me confesó algo que me heló la sangre:

—Lucía… Hay alguien en el gimnasio que me hace sentir especial. No ha pasado nada… todavía. Pero me escucha, me mira… Me recuerda quién era antes de convertirme en invisible.

La miré con tristeza y rabia contenida. No por ella, sino por mi hermano, por todos los Sergios del mundo que creen que el amor es eterno si no se cuida. Por todas las Valentinas que buscan fuera lo que debería estar dentro de casa.

Antes de irme, intenté hablar con Sergio:

—¿No ves lo que está pasando? —le pregunté en voz baja mientras los niños jugaban en su habitación—. Valentina está cambiando… Se siente sola.

Él me miró como si no entendiera nada.

—Estoy haciendo todo esto por ellos —respondió—. Trabajo hasta tarde para que no les falte nada.

—¿Y tú crees que eso es suficiente? —le repliqué—. A veces lo único que falta es tu presencia.

Me marché con el corazón encogido, sabiendo que había dejado tras de mí una bomba a punto de estallar. En el tren de vuelta a Madrid no pude dejar de pensar en Valentina, en su mirada perdida y sus ganas desesperadas de sentirse viva otra vez.

Ahora me pregunto: ¿Cuántas parejas viven juntas pero están separadas por muros invisibles? ¿Cuántos cambios externos esconden heridas profundas? ¿De verdad basta con querer para salvar lo que se está rompiendo?

A veces me despierto pensando si hice bien en intervenir o si solo fui testigo mudo de un final anunciado.