La casa de la abuela no es para quien la espera
—Lucía, Álvaro, sentaos aquí, por favor. —La voz de mi abuela Carmen temblaba un poco, pero su mirada era firme. Era una tarde de domingo en Madrid, y el aroma a cocido aún flotaba en el aire del pequeño salón. Mi hermano y yo nos miramos, extrañados; nunca nos llamaba a los dos a la vez para hablar en serio.
—¿Qué pasa, abuela? —pregunté, intentando sonar tranquila, aunque sentía un nudo en el estómago.
Álvaro ni siquiera levantó la vista del móvil. —¿Va a ser rápido? Tengo que salir con los chicos.
Carmen suspiró. —Esto es importante. Quiero que sepáis que he decidido transferir la casa… pero no a vosotros.
El silencio cayó como una losa. Sentí que el suelo se abría bajo mis pies. ¿Cómo que no a nosotros? Yo había pasado mi infancia aquí, cuidando de ella cuando mamá y papá viajaban por trabajo o simplemente no querían hacerse cargo. Álvaro siempre fue el preferido: el nieto varón, el que sacaba buenas notas, el que recibía regalos caros en Navidad. Pero yo… yo era la que estaba aquí cada día.
—¿A quién se la vas a dar entonces? —preguntó Álvaro, ahora sí dejando el móvil a un lado.
—A tu tía Pilar —dijo Carmen, bajando la voz—. Ella ha pasado por momentos difíciles desde que tu tío se fue y necesita estabilidad. Vosotros sois jóvenes, tenéis toda la vida por delante.
No podía creerlo. —Pero abuela… ¿y todo lo que hemos vivido aquí? ¿No cuenta?
Ella me miró con ternura. —Claro que cuenta, Lucía. Pero a veces hay que tomar decisiones pensando en el bien de todos.
Álvaro se levantó de golpe. —Esto es una broma, ¿no? Siempre has dicho que esta casa sería nuestra.
Carmen negó con la cabeza. —Las cosas cambian, hijo.
Salió dando un portazo. Yo me quedé sentada, sintiendo una mezcla de rabia y tristeza. No era solo la casa: era todo lo que representaba. Los veranos jugando en el patio, las noches de Reyes Magos, los secretos compartidos en la cocina mientras hacíamos rosquillas.
—¿Por qué ahora? —susurré.
Mi abuela me tomó la mano. —Porque quiero evitar peleas cuando ya no esté. Porque he visto cómo las herencias rompen familias. Y porque sé que tú me quieres por quien soy, no por lo que tengo.
Me eché a llorar. No podía evitar sentirme traicionada, aunque entendía sus razones. Durante semanas, Álvaro y yo apenas nos hablamos. Mis padres intentaron mediar, pero solo consiguieron empeorar las cosas: papá gritaba que era una injusticia, mamá lloraba en silencio por las noches.
Un día, Pilar vino a vernos. Entró tímida, como si le pesara el mundo sobre los hombros.
—Lucía… sé que esto es difícil. No quiero quitaros nada. Solo… necesito un sitio donde empezar de nuevo.
La miré y vi en sus ojos el mismo miedo y cansancio que había visto en mi abuela tantas veces. De repente entendí: la vida no era justa ni sencilla para nadie.
Álvaro, sin embargo, no perdonó tan fácilmente. Empezó a distanciarse de todos; dejó de venir los domingos, dejó de llamarme para contarme sus cosas. Yo intenté acercarme a él:
—Hermano, ¿de verdad vale la pena enfadarse así? La abuela sigue aquí…
—Tú siempre fuiste su favorita —me escupió un día—. Ahora ves lo que se siente cuando te dejan fuera.
Me dolió más de lo que esperaba. ¿De verdad pensaba eso? ¿No veía todo lo que yo había hecho por nuestra familia?
Pasaron los meses y la casa empezó a cambiar: Pilar pintó las paredes, trajo muebles nuevos y llenó el salón de plantas. Al principio me sentí desplazada, como si estuviera perdiendo algo irremplazable. Pero poco a poco entendí que los recuerdos no estaban en las paredes ni en los muebles: estaban en mí.
La relación con Álvaro siguió fría hasta el día en que Carmen enfermó gravemente. Fue entonces cuando volvimos a vernos en ese salón, sentados uno junto al otro como dos niños asustados.
—¿Y ahora qué hacemos? —me preguntó en voz baja.
—Cuidarla —le respondí—. Como ella hizo con nosotros.
Durante semanas nos turnamos para estar con ella en el hospital. Hablamos mucho: de nuestra infancia, de las veces que discutimos por tonterías, de lo mucho que echábamos de menos aquellos días en los que todo parecía más sencillo.
Cuando Carmen falleció, Pilar nos abrazó a los dos y nos dijo:
—Esta casa siempre será vuestra casa también.
No era lo mismo, pero era suficiente.
Ahora paso por delante cada vez que voy al trabajo y sonrío al ver las cortinas nuevas ondeando en la ventana. A veces entro a tomar café con Pilar y hablamos de la abuela como si aún estuviera sentada con nosotros.
Me pregunto si alguna vez podré perdonar del todo o si Álvaro volverá a ser el hermano cercano de antes. Pero también sé que las familias sobreviven a las pérdidas y los cambios… si somos capaces de recordar lo importante.
¿De verdad una casa puede romper una familia? ¿O somos nosotros quienes dejamos que el orgullo pese más que los recuerdos?