La noche que lo cambió todo: Entre la culpa y el deseo
—¿Por qué has llegado tarde otra vez, Sergio? —la voz de Cora me atravesó como un cuchillo, justo cuando entraba en el salón del consejo estudiantil.
El frío de diciembre se colaba por las ventanas mal cerradas, y el murmullo de mis compañeros llenaba el aire. Yo, como siempre, llegaba cinco minutos tarde. Pero esa vez no me importó la reprimenda de Cora ni las miradas de los demás. Porque en ese instante la vi a ella: Elena, sentada al fondo, con una bufanda roja y el pelo recogido en un moño desordenado. No la conocía, pero su risa iluminó la sala entera.
—¿Quién es esa? —le susurré a Pablo, mi amigo de toda la vida.
—Nueva en Historia del Arte. Dicen que viene de Salamanca —me respondió sin apartar la vista de su móvil.
El resto de la reunión fue un borrón. Solo recuerdo cómo Elena levantaba la mano para opinar sobre disfraces medievales y cómo todos parecían escucharla con atención. Yo no podía dejar de mirarla. Sentí una punzada en el pecho: era deseo, sí, pero también una especie de vértigo. Cora y yo llevábamos juntos desde primero; ella era mi refugio, mi casa. Pero esa noche, todo cambió.
La fiesta fue en casa de Marta, una de las chicas de Derecho. Había luces de colores, música ochentera y olor a cerveza derramada. Cora estaba a mi lado, pero yo buscaba a Elena entre la multitud. Cuando por fin la encontré en la terraza, fumando sola, no pude evitar acercarme.
—¿Te importa si te hago compañía? —pregunté, intentando sonar casual.
Ella sonrió, con esa mezcla de timidez y descaro que me desarmó.
—Claro que no. Me aburro un poco con tanta gente hablando de exámenes.
Charlamos durante horas. Me contó que sus padres se habían separado hacía poco y que Madrid le parecía una ciudad demasiado grande para alguien tan nostálgico como ella. Yo le hablé de mis miedos: el futuro incierto, la presión familiar, el peso de las expectativas. Cuando quise darme cuenta, Cora me buscaba con la mirada desde el salón. Sentí una punzada de culpa, pero no me moví.
—¿No deberías volver con tu novia? —preguntó Elena, bajando la voz.
—Sí… —dije, pero no lo hice.
La noche terminó en un taxi compartido. Elena y yo bajamos juntos en su portal. El silencio era denso; los dos sabíamos lo que iba a pasar antes de que ocurriera. Me besó primero ella, y yo no supe decir que no. Subimos a su piso y todo fue rápido, torpe, urgente. Cuando salí al amanecer, el frío me golpeó en la cara como un castigo merecido.
Durante días intenté fingir normalidad con Cora. Ella notaba algo raro en mí; me miraba con esos ojos grandes llenos de preguntas que yo no quería responder.
—¿Me estás ocultando algo? —me preguntó una noche mientras cenábamos tortilla y ensalada en nuestra pequeña cocina del barrio de Argüelles.
—No, claro que no —mentí, sintiendo cómo se me atragantaba cada palabra.
Pero la mentira tiene las patas muy cortas. Una tarde, mientras yo estaba en clase, Cora encontró un mensaje en mi móvil: “Gracias por anoche. Ojalá se repita”. Era de Elena. Cuando llegué a casa, ella estaba sentada en el sofá con el teléfono en la mano y las lágrimas corriéndole por las mejillas.
—¿Quién es Elena? —su voz era apenas un susurro roto.
No supe qué decir. Me senté a su lado e intenté tocarle la mano, pero ella se apartó como si quemara.
—¿Por qué? ¿Por qué me has hecho esto? —gritó entonces, rompiendo el silencio con una rabia que nunca le había visto.
Intenté explicarme: que fue un error, que no significó nada, que la quería solo a ella. Pero cada palabra sonaba más vacía que la anterior. Cora recogió sus cosas esa misma noche y se fue a casa de su hermana Lucía. El piso quedó en silencio; solo se oía el tic-tac del reloj y mi respiración entrecortada.
Los días siguientes fueron un infierno. Intenté llamarla mil veces; le escribí cartas que nunca respondía. Mis amigos dejaron de invitarme a salir; hasta Pablo me dijo que necesitaba tiempo para asimilarlo todo. Mi madre vino desde Toledo para verme y solo pudo abrazarme mientras yo lloraba como un niño pequeño.
Elena intentó ponerse en contacto conmigo varias veces, pero yo ya no quería saber nada más. Lo nuestro había sido una chispa fugaz que solo dejó cenizas y destrucción a su paso.
Pasaron los meses. Cora nunca volvió. Me enteré por Lucía que había encontrado trabajo en Barcelona y que estaba intentando rehacer su vida lejos de mí. Yo seguía anclado al pasado, preguntándome cómo pude tirar por la borda todo lo que teníamos por una noche de debilidad.
A veces paseo por el Retiro y veo parejas cogidas de la mano. Me pregunto si alguna vez podré perdonarme o si merezco siquiera esa oportunidad.
¿Es posible reconstruir lo que uno mismo ha destruido? ¿O hay errores que nos marcan para siempre?