A la sombra del prodigio: Cómo aprendí a sanar viejas heridas

—¿Por qué no puedes ser más como Álvaro? —La voz de mi madre retumbó en el pasillo, tan fría como el mármol de la entrada. Tenía quince años y acababa de llegar a casa con un suspenso en matemáticas. Mi hermano, dos años mayor, acababa de ganar otro premio en la Olimpiada de Física.

No recuerdo un solo día en que no escuchara su nombre como ejemplo. Álvaro esto, Álvaro lo otro. Era el hijo perfecto: notas brillantes, educado, deportista. Yo era Clara, la que olvidaba los deberes, la que se perdía en los libros de poesía y pintaba en los márgenes de los cuadernos. La que, según mi padre, «no tenía los pies en la tierra».

Crecí en un piso antiguo del centro de Salamanca, con techos altos y paredes que guardaban secretos. Mi madre, Carmen, era profesora de instituto; mi padre, Tomás, funcionario en Hacienda. La vida era cómoda, pero el amor parecía tener un precio: la excelencia. Y yo nunca llegaba.

Recuerdo una tarde lluviosa de noviembre. Álvaro llegó empapado, pero sonriente, con una copa dorada entre las manos. Mi madre lo abrazó como si hubiera vuelto de la guerra. Yo estaba sentada en el sofá, con un dibujo escondido bajo el cojín. Nadie preguntó por mi día.

—Clara, ¿has visto lo que ha conseguido tu hermano? —dijo mi padre, sin mirarme realmente.

—Sí —murmuré—. Enhorabuena, Álvaro.

Él me sonrió con esa mezcla de pena y superioridad que tanto odiaba.

Los años pasaron y la distancia entre nosotros creció. Álvaro se fue a estudiar a Madrid; yo me quedé en Salamanca, estudiando Bellas Artes pese a las protestas familiares. «Eso no tiene futuro», repetía mi madre. «¿Por qué no haces Magisterio como tu prima Lucía?» Pero yo necesitaba respirar lejos de las comparaciones.

Las llamadas familiares eran incómodas. Mi madre preguntaba por mis notas con desgana y luego dedicaba minutos a contarme los logros de Álvaro: una beca aquí, un máster allá, una novia arquitecta. Yo respondía con monosílabos y colgaba rápido.

Una tarde de primavera, recibí una llamada inesperada. Era mi padre.

—Clara, tu madre está ingresada. Un infarto leve. Ven al hospital.

El miedo me atravesó como un cuchillo. Corrí hasta el hospital y allí estaba Álvaro, impecable incluso en la sala de espera. Nos miramos como dos desconocidos.

—¿Cómo está? —pregunté.

—Estable —respondió él—. Papá está dentro con ella.

El silencio era espeso. Me senté a su lado y jugué con las llaves en el bolsillo.

—¿Sigues pintando? —preguntó de repente.

—Sí —respondí, a la defensiva.

—Me alegro —dijo bajando la voz—. Mamá nunca lo entendió, pero yo sí te admiro por eso.

No supe qué decir. Por primera vez sentí que mi hermano veía algo más que mis fracasos.

Mi madre salió del hospital tras una semana. La casa estaba más silenciosa que nunca; el miedo había hecho mella en todos. Una noche, mientras le preparaba una infusión, me miró con ojos cansados.

—Clara… Siento si alguna vez te hice sentir menos importante que tu hermano.

Me quedé helada. No esperaba esa confesión.

—Siempre quise lo mejor para vosotros… pero quizá me equivoqué al compararos tanto.

Las lágrimas me brotaron sin permiso. Me senté a su lado y le tomé la mano.

—Solo quería que me vieras —susurré—. Que vieras quién soy yo, no quién no soy.

Mi madre lloró conmigo esa noche. Fue como abrir una ventana después de años de encierro.

Álvaro volvió a Madrid poco después, pero algo había cambiado entre nosotros. Empezamos a escribirnos correos: él me mandaba fotos de sus viajes; yo le enviaba imágenes de mis cuadros. Descubrimos que teníamos más en común de lo que pensábamos: el miedo al fracaso, la presión familiar, las ganas de ser queridos por quienes éramos realmente.

Un año después expuse por primera vez en una galería pequeña del barrio del Oeste. Mis padres vinieron juntos; mi madre lloró al ver mi autorretrato colgado en la pared. Álvaro llegó tarde pero entró sonriente y me abrazó fuerte delante de todos.

Hoy sigo luchando con mis inseguridades y las viejas heridas no han desaparecido del todo. Pero he aprendido a perdonar y a mirar a mi familia con compasión: todos somos víctimas y verdugos en algún momento.

A veces me pregunto: ¿Cuántos hijos viven a la sombra de un hermano prodigio? ¿Cuántas Claras hay en España esperando ser vistas por fin? ¿Y si empezáramos a mirar más allá de los logros y viéramos el corazón de quienes nos rodean?