Sola en la Casa Grande: El Dolor de una Madre Olvidada

—¿Por qué siempre tengo que ser yo, Sofía? —gritó Martín desde la cocina, mientras yo, sentada en el sillón gastado del comedor, apretaba el rosario entre mis manos temblorosas.

La voz de mi hijo retumbó en las paredes de la casa grande, esa misma casa que construimos con su padre, ladrillo por ladrillo, en las afueras de Córdoba. Sofía, mi hija menor, respondió desde el patio con un tono que mezclaba cansancio y rabia:

—¡Porque vos sos el mayor! ¡Siempre te lavás las manos! Yo tengo mi trabajo, mis hijos… ¡No puedo con todo!

Sentí que el aire se volvía pesado. No era la primera vez que discutían así, pero esta vez era diferente. Esta vez, la discusión era sobre mí. Sobre quién se haría cargo de esta vieja que ya no puede subir las escaleras sin ahogarse ni recordar si apagó la hornalla del gas.

Me quedé callada, mirando las fotos en la pared: Martín con su diploma de ingeniero, Sofía vestida de blanco en su graduación de enfermera. Yo, en el centro, abrazándolos a los dos. ¿En qué momento se rompió todo?

—Mamá, decile algo a Martín —me pidió Sofía, entrando al comedor con los ojos brillosos—. Decile que no puedo llevarte a mi casa ahora. Mis chicos están con bronquitis y…

Martín interrumpió desde la puerta:

—¿Y yo qué? ¿Acaso no tengo derecho a vivir tranquilo? Ya bastante hice quedándome en este pueblo de mierda para cuidar la casa.

Quise gritarles que pararan, que no pelearan por mí como si fuera una carga. Pero la voz no me salió. Sentí una punzada en el pecho y un nudo en la garganta. Recordé las noches sin dormir, los turnos dobles en el hospital para darles de comer, los cumpleaños sin regalos pero con torta casera y abrazos apretados.

—No quiero ser una molestia —alcancé a decir—. Si quieren, me quedo sola. No pasa nada.

Sofía se acercó y me tomó la mano:

—No digas eso, mamá. Pero entendé… no puedo ahora.

Martín bufó y salió al patio, pateando una maceta.

Esa noche cené sola. Escuché a mis hijos discutir hasta tarde, cada uno defendiendo su vida, sus problemas, sus derechos. Yo solo quería paz. Me acosté temprano, pero el sueño no vino. Pensé en mi madre, en cómo murió rodeada de nietos y vecinos en Santiago del Estero. Pensé en mi padre, que nunca dejó que la abuela se fuera a un geriátrico.

Al día siguiente, Sofía se fue temprano. Me besó la frente y prometió volver el fin de semana. Martín ni siquiera desayunó conmigo; salió apurado al taller y solo me dejó una nota: «No te olvides de tomar la pastilla».

Los días pasaron lentos y pesados. El teléfono sonaba poco. A veces Sofía mandaba un audio rápido: «¿Estás bien? Los chicos están mejorando». Martín llegaba tarde y se encerraba en su cuarto. La casa grande se sentía más vacía que nunca.

Una tarde, mientras regaba las plantas del patio, escuché a las vecinas hablar del hijo de Doña Teresa, que volvió de Buenos Aires para cuidar a su madre enferma. Sentí una punzada de envidia y vergüenza.

Esa noche me animé a hablar con Martín:

—Hijo… ¿Te molesta que esté acá?

Él me miró cansado:

—No es eso, mamá. Pero no puedo con todo. El trabajo anda mal, la plata no alcanza…

—No te pido nada —le dije—. Solo compañía.

Martín bajó la mirada y salió sin decir nada más.

Un domingo, Sofía llegó con sus hijos. Trajeron empanadas y jugo. Por un momento sentí que todo volvía a ser como antes: risas, gritos de niños corriendo por el pasillo. Pero después del almuerzo, Sofía me llevó aparte:

—Mamá… estuve pensando. Capaz lo mejor es que vayas a un hogar para abuelos. Ahí vas a estar cuidada…

Sentí que el piso se abría bajo mis pies.

—¿Un geriátrico? —pregunté temblando—. ¿Después de todo lo que hice por ustedes?

Sofía evitó mirarme:

—No lo digo por mal… Es que ninguno puede ahora…

Martín apareció detrás:

—Tiene razón. No podemos seguir así.

Me quedé muda. Las palabras se me atragantaron en la garganta. Miré a mis nietos jugando en el patio y sentí una soledad tan grande que dolía físicamente.

Esa noche lloré como hacía años no lloraba. Recordé cuando Sofía tuvo fiebre y pasé tres noches sin dormir a su lado; cuando Martín repitió de año y lo abracé fuerte para que no sintiera vergüenza; cuando vendí mi anillo de compromiso para pagarles los útiles escolares.

Ahora ellos me devolvían todo con abandono disfrazado de preocupación.

Pasaron semanas hasta que finalmente acepté ir al hogar para ancianos del barrio San Vicente. La directora era amable y las otras señoras intentaban hacerme sentir bienvenida. Pero nada podía llenar el vacío que dejaron mis hijos.

A veces vienen a visitarme. Traen flores o galletitas caseras. Se quedan un rato y después se van apurados, como si tuvieran miedo de quedarse demasiado tiempo con esta vieja que ya no les sirve.

Por las noches me pregunto si valió la pena tanto sacrificio. Si criar hijos sola en este país es condenarse a la soledad cuando ya no podés darles nada más.

¿Será que los hijos olvidan tan fácil? ¿O será que nosotros, las madres latinoamericanas, esperamos demasiado?