El peso de la sangre: Una historia de familia y abandono
—¡Alicia, oye! ¿Por qué no le das de comer a tu abuela? —me gritó Carmen, la vecina del tercero, mientras yo salía del supermercado con las bolsas colgando de los brazos. Me quedé helada. No entendía nada. —Dice que lleva tres días sin comer, así que le he dado unas galletas —añadió, mirándome con ese gesto de superioridad que tanto detesto.
Sentí cómo la sangre me subía a la cara. ¿Cómo podía Carmen atreverse a decir eso? Apenas llevaba dos días con la abuela en casa y ya todo el bloque parecía enterado de mis supuestas negligencias. Pero lo peor era que, en el fondo, yo tampoco quería estar en esa situación.
Todo empezó una semana antes, cuando mi hermano Bruno me llamó al trabajo. —Alicia, no sé qué hacer. Lucía quiere ir a la playa con los niños y yo… bueno, ya sabes que estamos cuidando a la abuela desde hace meses. ¿No podrías hacerte cargo tú un tiempo? Solo sería un mes…
Me mordí el labio. —Bruno, sabes que trabajo todo el día y apenas tengo tiempo ni para mí. ¿Por qué siempre tengo que ser yo la que resuelva todo?
—Por favor, Ali. Solo este mes. Te lo compensaré —insistió él, con esa voz de niño bueno que siempre utiliza cuando quiere algo.
Al final cedí. Siempre cedo. Quizá porque soy la mayor, o porque mamá me enseñó desde pequeña que las mujeres tenemos que cuidar de los demás aunque nos cueste la vida.
La abuela llegó a casa dos días después, arrastrando su maleta y con esa mirada perdida que últimamente se le ha quedado fija en el rostro. Apenas habla, pero cuando lo hace es para preguntar por mi madre, como si no recordara que lleva cinco años muerta.
La primera noche fue un desastre. Se levantó a las tres de la mañana y se puso a buscar el azúcar por toda la cocina. Cuando intenté ayudarla, me empujó y me llamó “extraña”. Me encerré en mi cuarto y lloré en silencio hasta quedarme dormida.
Ahora, después del encontronazo con Carmen, subo las escaleras con rabia y vergüenza. Abro la puerta y encuentro a la abuela sentada en el sofá, mirando fijamente la televisión apagada. Me acerco y le pregunto si tiene hambre. No responde. Le preparo una sopa y se la dejo en la mesa, pero ni siquiera la toca.
Esa noche llamo a Bruno. —No puedo más —le digo—. La abuela no quiere comer, no duerme y los vecinos me miran como si fuera una criminal.
—Aguanta un poco más, Ali. Nosotros volvemos en tres semanas —me responde él, sin rastro de culpa en la voz.
Cuelgo y me siento en el suelo de la cocina. Me siento sola, agotada y furiosa. ¿Por qué siempre me toca a mí? ¿Por qué Bruno puede irse a la playa mientras yo cargo con todo?
Los días pasan lentos y pesados. La abuela cada vez está más ausente. Un día la encuentro intentando salir de casa con el abrigo puesto en pleno julio. —¿Dónde vas? —le pregunto.
—A buscar a tu madre —responde ella, mirándome como si yo fuera una sombra.
Me siento impotente. Llamo al centro de salud para pedir ayuda, pero solo me ofrecen una cita dentro de dos semanas. En el trabajo empiezan a notar mi cansancio; mi jefa me llama aparte y me pregunta si todo va bien en casa.
Una tarde, mientras intento convencer a la abuela para que coma algo, ella me agarra fuerte del brazo y me susurra: —No quiero estar aquí…
Me quedo paralizada. ¿Qué hago yo aquí? ¿Qué estamos haciendo todos? ¿Por qué nadie habla de lo difícil que es cuidar de los mayores cuando ya no pueden valerse por sí mismos?
Empiezo a recordar mi infancia: los veranos en el pueblo, las meriendas con pan y chocolate que nos preparaba la abuela, su risa fuerte llenando la casa… ¿En qué momento se rompió todo?
Una noche, después de otro intento fallido de darle la cena, llamo a Bruno llorando. —No puedo seguir así —le digo—. La abuela necesita ayuda profesional, no solo buena voluntad.
Él guarda silencio unos segundos antes de responder: —Lo sé… pero no tenemos dinero para una residencia.
—¿Y si vendemos el piso del pueblo? —propongo yo, aunque sé que eso desatará otra guerra familiar.
—Eso es cosa tuya —responde él rápidamente—. Yo no quiero problemas con los tíos.
Cuelgo sintiéndome más sola que nunca. Al día siguiente Carmen vuelve a pararme en el portal. —¿Todo bien con tu abuela? Si necesitas algo…
La miro sin saber si agradecerle o gritarle que deje de meterse en mi vida.
Esa noche decido escribir una carta a mis primos para pedirles ayuda. Nadie responde.
Los días se suceden entre silencios incómodos y pequeñas derrotas cotidianas: platos rotos, gritos ahogados, noches sin dormir…
Cuando por fin Bruno regresa de sus vacaciones, entra en casa bronceado y sonriente. Mira a la abuela y luego a mí. —Gracias por todo, Ali —dice dándome una palmadita en el hombro.
Me encierro en mi cuarto y lloro hasta quedarme sin lágrimas.
Ahora que todo ha pasado, sigo preguntándome: ¿Por qué cuidar de nuestros mayores recae siempre sobre los mismos hombros? ¿Hasta cuándo vamos a seguir fingiendo que esto es normal?