Cuando la casa se queda vacía: El eco de los hijos que se van
—¿Has visto las llaves del coche, Tomás? —pregunté, aunque sabía que no iba a responderme. Estaba sentado en el sofá, mirando la televisión sin verla, como si esperara que algo —o alguien— irrumpiera en nuestra rutina para salvarnos del silencio.
Las llaves estaban en el mismo sitio de siempre, pero yo necesitaba decir algo, cualquier cosa, para llenar el aire. Desde que Lucía se mudó a Barcelona y Pablo se fue a trabajar a Valencia, la casa se había vuelto demasiado grande para dos personas que ya no sabían qué decirse. Y lo de Marta… bueno, Marta ni siquiera responde a mis mensajes desde hace semanas.
Recuerdo cuando la mesa del comedor era un campo de batalla: risas, discusiones, platos volando y promesas de que siempre estaríamos juntos. Ahora, la madera cruje bajo el peso de la ausencia. Me siento frente a Tomás y le miro. Él me devuelve la mirada, pero sus ojos están cansados.
—¿Has hablado con Pablo? —pregunta al fin.
—No. Dice que tiene mucho trabajo. Siempre tiene mucho trabajo.
Tomás asiente y vuelve a mirar la pantalla. Yo me levanto y me acerco a la ventana. Afuera, el barrio sigue igual: los niños juegan en la plaza, las vecinas charlan en los bancos, pero yo me siento invisible. Antes era «la madre de Lucía y Pablo y Marta»; ahora solo soy Carmen.
La primera vez que sentí el vacío fue hace dos años, cuando Lucía anunció que se iba a vivir con su novia. Recuerdo su voz temblorosa:
—Mamá, necesito mi espacio. No es por ti…
Pero sí era por mí. O por nosotros. Por la forma en que llenábamos su vida de consejos no pedidos y abrazos demasiado largos. Pablo fue más brusco:
—Mamá, ya soy mayor. No hace falta que me llames todos los días.
Y Marta… Marta simplemente se fue apagando hasta desaparecer detrás de una pantalla de móvil.
A veces pienso que hicimos algo mal. ¿Les protegimos demasiado? ¿No les dimos suficiente libertad? ¿O simplemente es así como funciona la vida?
El teléfono suena y salto como si fuera una alarma. Es Lucía.
—Hola, mamá —dice con prisa—. Solo llamaba para decirte que este fin de semana no podré ir. Tengo mucho lío con el trabajo y…
—No pasa nada, hija —respondo demasiado rápido—. Ya nos veremos otro día.
Cuelgo y siento una punzada en el pecho. Tomás me mira de reojo.
—¿Qué te ha dicho?
—Que no viene.
Él asiente otra vez y se levanta para prepararse un café. Le sigo a la cocina porque necesito sentirme útil.
—¿Te preparo una tostada?
—No tengo hambre.
El reloj marca las once y media y el día se estira como un chicle interminable. Antes, a esta hora, Marta estaría preguntando por el almuerzo y Lucía protestando porque no encontraba sus zapatillas. Ahora solo hay silencio y el eco de lo que fuimos.
Por las tardes salgo a caminar para no volverme loca. Paso por delante del colegio donde llevé a los niños durante años. Veo a otras madres con sus mochilas y sus prisas y siento una punzada de envidia. ¿Quién soy yo ahora que nadie me necesita?
Una tarde me encuentro con Rosa, mi vecina.
—Carmen, hace tiempo que no te veo —dice con una sonrisa amable—. ¿Qué tal los chicos?
No sé qué responderle. Miento:
—Bien, todos bien.
Pero Rosa ve más allá y me invita a tomar un café en su casa. Allí me cuenta que su hijo también se ha ido a vivir fuera y que su marido apenas habla desde entonces.
—Es como si nos hubieran dejado huérfanas —dice entre lágrimas.
Nos reímos juntas porque llorar ya no sirve de nada. Decidimos apuntarnos a clases de cerámica en el centro cultural del barrio. Al menos así tendremos algo que esperar cada semana.
En casa, Tomás me observa mientras modelamos figuras torpes en la mesa del salón.
—¿Te gusta?
Le miro sorprendida.
—Sí… creo que sí.
Él sonríe por primera vez en meses y siento un pequeño alivio. Quizá aún podemos construir algo nuevo entre los dos.
Una noche recibo un mensaje inesperado de Marta:
“Mamá, ¿puedo ir este finde? Necesito hablar.”
Mi corazón late con fuerza mientras preparo su habitación como si fuera la primera vez que viene a casa. Cuando llega, está más delgada y parece cansada.
—¿Qué te pasa, hija?
Se sienta en la cama y rompe a llorar.
—No sé qué hacer con mi vida, mamá…
La abrazo fuerte y comprendo que, aunque los hijos crezcan y se vayan, siempre habrá momentos en los que nos necesiten. Pero también entiendo que tengo derecho a buscar mi propio camino ahora que el suyo ya no depende de mí.
Esa noche, mientras Marta duerme en su antigua habitación y Tomás lee en silencio junto a mí, me pregunto: ¿Quién soy yo cuando nadie me llama mamá? ¿Es posible reinventarse después de haberlo dado todo por los demás? ¿Alguien más siente este vacío tan profundo?