La noche en que mi mundo tembló: secretos en el móvil de mi marido

—¿Por qué tienes ese brillo en los ojos, Arturo? —le pregunté mientras él, distraído, tecleaba en su móvil, sentado al otro lado del sofá. Era una noche cualquiera en nuestro piso de Salamanca, pero algo en su sonrisa me resultaba ajeno, casi culpable. No respondió. Solo guardó el teléfono en el bolsillo y me miró como si no hubiera escuchado nada.

No era la primera vez que lo veía así, pero esa noche, a mis 63 años, sentí un escalofrío recorriéndome la espalda. Llevábamos más de cuarenta años juntos. Habíamos criado a nuestros hijos, enterrado a nuestros padres y sobrevivido a crisis económicas y enfermedades. Pero nunca había sentido tanta distancia entre nosotros como en ese instante.

Cuando se fue a la cama antes que yo —algo inusual en él—, no pude resistir la tentación. El móvil estaba sobre la mesa del comedor, vibrando con un mensaje nuevo. Dudé unos segundos. ¿Era correcto mirar? ¿No era eso traicionar su confianza? Pero el miedo pudo más que la ética. Desbloqueé el teléfono con el código que conocía de memoria: 1972, el año en que nos conocimos.

Allí estaba: una conversación con una tal Carmen. No era una amiga de toda la vida ni una compañera del club de petanca. Las palabras eran dulces, cómplices, llenas de emoticonos y frases que yo no recibía desde hacía años. «Ojalá estuvieras aquí para abrazarme esta noche», leía en uno de los mensajes. Sentí que el suelo se abría bajo mis pies.

Me quedé sentada en la oscuridad, con el móvil temblando entre mis manos. No lloré. No grité. Solo sentí un vacío inmenso y una rabia sorda que me quemaba por dentro. ¿Cómo podía Arturo hacerme esto después de toda una vida juntos? ¿Qué tenía esa mujer que yo no tuviera?

A la mañana siguiente, preparé el desayuno como siempre. Él bajó a la cocina con su bata azul y me dio los buenos días con un beso en la mejilla. Yo apenas pude mirarle a los ojos.

—¿Te pasa algo, Lucía? —preguntó, notando mi frialdad.

—Nada —mentí—. Solo he dormido mal.

Durante días, guardé el secreto como si fuera una bomba a punto de estallar. Observaba cada gesto suyo, cada sonrisa al móvil, cada excusa para salir a «dar un paseo» o «comprar el pan». Me sentía ridícula, espiando a mi propio marido como si fuera una adolescente celosa.

No sabía qué hacer. Hablarlo podía provocar una tormenta y yo temía perderlo todo: nuestra casa, nuestra rutina, incluso el cariño de nuestros hijos, Marta y Sergio. ¿Y si me estaba imaginando cosas? ¿Y si solo era una amistad inocente?

Una tarde, mientras regaba las plantas del balcón, mi vecina Pilar se asomó y me saludó:

—¡Lucía! ¿Te apetece un café?

Acepté sin pensarlo. Necesitaba desahogarme y Pilar siempre había sido buena confidente.

—¿Tú crees que es posible perdonar una traición? —le pregunté tras contarle todo.

Ella suspiró y me miró con ternura.

—Eso solo puedes decidirlo tú. Pero no te quedes callada. Habla con él antes de que esto te consuma por dentro.

Esa noche, después de cenar, me armé de valor. Arturo estaba viendo las noticias cuando apagué la tele de golpe.

—Tenemos que hablar —dije con voz temblorosa.

Él me miró sorprendido.

—He visto tus mensajes con Carmen —solté de golpe—. Quiero saber qué está pasando.

El silencio fue tan denso que casi podía cortarse con un cuchillo. Arturo bajó la cabeza y se frotó las manos nervioso.

—Lucía… no es lo que piensas. Solo es una amiga del instituto con la que he vuelto a hablar por Facebook… Me hace sentir joven otra vez, nada más.

—¿Y por qué esos mensajes? ¿Por qué esconderlo? —pregunté al borde del llanto.

—No quería hacerte daño —susurró—. Me siento solo desde que los niños se fueron y tú… tú siempre estás ocupada con tus cosas.

Sentí una mezcla de alivio y dolor. ¿Había fallado yo también? ¿Nos habíamos perdido el uno al otro sin darnos cuenta?

Esa noche hablamos durante horas. Lloramos, nos reprochamos viejas heridas y confesamos miedos que nunca habíamos dicho en voz alta. Decidimos ir juntos a terapia de pareja y darnos otra oportunidad.

No fue fácil. Hubo días en los que quise tirar la toalla y otros en los que volví a confiar en él como antes. Pero aprendimos a escucharnos y a cuidarnos de nuevo.

Hoy miro atrás y me pregunto: ¿Cuántas parejas viven atrapadas en silencios y secretos? ¿Cuántas veces dejamos de hablar por miedo a romper lo poco que nos queda? Quizá compartir mi historia ayude a otros a atreverse a mirar de frente sus propios fantasmas.