Entre el Silencio y la Mesa: Un Fin de Semana en el Lago
—¿Lucía, me ayudas a pelar las patatas? —pregunté, intentando que mi voz sonara casual, aunque sentía el nudo en el estómago apretarse.
Ella levantó la vista del móvil y me dedicó una sonrisa breve, casi cortés.
—Ahora voy, Carmen —respondió, pero no se movió del sofá donde estaba sentada junto a Álvaro, mi hijo. Él ni siquiera levantó la mirada del periódico.
El reloj de la pared marcaba las siete y media. El aroma del guiso comenzaba a llenar la casa de campo que tanto esfuerzo nos costó comprar a mi marido y a mí hace veinte años. Siempre soñé con tener un lugar donde reunir a la familia, donde los nietos corrieran por el jardín y los domingos fueran sagrados. Pero desde que Lucía entró en nuestras vidas, todo parecía más frío, más distante.
Mientras pelaba las patatas sola, escuchaba las risas de ambos desde el salón. Me pregunté si estaría exagerando, si tal vez era yo quien debía adaptarse a los nuevos tiempos. Pero no podía evitar sentirme invisible, como si mi papel en la familia se hubiera reducido a ser la cocinera de siempre.
—¿Te ayudo con algo, mamá? —preguntó Marta, mi hija menor, entrando en la cocina con su energía habitual.
—No te preocupes, cariño. Ya casi termino —mentí. En realidad, necesitaba ayuda, pero no quería que Marta notara mi frustración.
El resto de la tarde pasó entre silencios incómodos y miradas furtivas. Cuando por fin nos sentamos todos a la mesa, intenté iniciar una conversación.
—Lucía, ¿cómo va tu trabajo en la clínica? —pregunté con interés genuino.
Ella dejó el tenedor sobre el plato y suspiró.
—Bien, Carmen. Bastante trabajo últimamente —respondió sin más detalles.
Álvaro intervino rápidamente para cambiar de tema y hablar del fútbol. Sentí que me estaban apartando de su mundo, que mi presencia era una formalidad más que un deseo.
Después de cenar, recogí los platos mientras escuchaba cómo Lucía y Álvaro planeaban su próximo viaje a Granada. Nadie se ofreció a ayudarme. Ni siquiera Marta esta vez. Me quedé sola en la cocina, lavando los platos bajo la luz fría del fluorescente.
Esa noche apenas dormí. Me preguntaba en qué momento había perdido la conexión con mi hijo. Recordé cuando era pequeño y me pedía que le leyera cuentos antes de dormir. Ahora parecía que su vida giraba en torno a Lucía y yo era una figura secundaria.
A la mañana siguiente, decidí intentarlo de nuevo. Preparé churros para todos y los puse en la mesa con chocolate caliente. Lucía fue la última en bajar.
—Buenos días —dijo sin mirar a nadie.
—¿Te apetece un churro? Los he hecho yo misma —ofrecí con una sonrisa forzada.
—Gracias —respondió y se sirvió uno sin más comentarios.
Marta me miró con compasión. Sabía que estaba haciendo un esfuerzo por acercarme a Lucía, pero nada parecía funcionar.
Cuando llegó el momento de despedirse, Lucía abrazó a Álvaro y le susurró algo al oído. Él se giró hacia mí y me dio un beso rápido en la mejilla.
—Gracias por todo, mamá. Nos vemos pronto —dijo mientras salían por la puerta.
Me quedé en el umbral viendo cómo se alejaban hacia el coche. Sentí una punzada de soledad tan aguda que tuve que apoyarme en el marco para no derrumbarme.
Esa tarde llamé a mi hermana Pilar para desahogarme.
—No sé qué hacer, Pili. Siento que Lucía me rechaza y que Álvaro ya no me necesita —confesé entre lágrimas.
—Carmen, los tiempos cambian. Quizá deberías hablar directamente con ella —sugirió Pilar—. A veces las nueras sienten que las suegras invaden su espacio.
Colgué el teléfono con más dudas que certezas. ¿Debería pedirle perdón por algo? ¿O simplemente aceptar que ya no soy el centro de la familia?
Esa noche escribí una carta para Lucía. No se la he dado aún. En ella le explico lo importante que es para mí sentirme parte de su vida y lo mucho que deseo conocerla mejor. No sé si servirá de algo o si solo empeorará las cosas.
Ahora, sentada frente al lago mientras cae la tarde y las luces del pueblo empiezan a encenderse al otro lado del agua, me pregunto: ¿Es posible tender puentes entre dos mujeres tan distintas? ¿O estamos condenadas a vivir cada una en su orilla?
¿Alguna vez habéis sentido esa distancia insalvable con alguien de vuestra familia? ¿Qué haríais vosotras en mi lugar?