El secreto de la Calle Mayor

—¡Señora Carolina! —escuché a mi espalda, justo cuando metía la llave en la puerta del portal. Me giré, sobresaltada, y vi a una joven de pelo castaño claro, con ojeras profundas y una expresión decidida. A su lado, un niño de ojos enormes y pelo revuelto me miraba con una mezcla de curiosidad y miedo.

—¿Sí? —respondí, intentando recordar si la conocía de algo.

—Soy Pilar —dijo ella, tragando saliva—. Y este es Eli. Su nieto. Tiene seis años.

Sentí que el suelo se abría bajo mis pies. Miré al niño, luego a ella. Noté cómo mi corazón latía con fuerza, como si quisiera salirse del pecho. ¿Mi nieto? ¿Cómo era posible?

—Debe haber un error —balbuceé—. Yo… no tengo nietos.

Pilar negó con la cabeza, apretando los labios.

—Daniel es el padre. Su hijo. Yo… no sabía a quién más acudir. Necesito hablar con usted.

El nombre de mi hijo me golpeó como una bofetada. Daniel llevaba meses distante, encerrado en sí mismo desde que perdió el trabajo en la oficina de correos. Pero esto… esto era demasiado.

—Subid —dije finalmente, abriendo la puerta—. Vamos a aclarar esto.

En el ascensor, Eli me miraba en silencio. Pilar le acariciaba el pelo, nerviosa. Al llegar al piso, les ofrecí agua y me senté frente a ellos en la mesa del salón.

—Explícate —le pedí a Pilar.

Ella respiró hondo.

—Daniel y yo tuvimos una relación hace años. Cuando me quedé embarazada, él ya no quería saber nada. Me fui a vivir con mi madre a Toledo. Pero ahora… mi madre está enferma y no puedo cuidar sola de Eli. No tengo a nadie más.

Las palabras se me clavaron como agujas. Daniel nunca me había hablado de Pilar ni de ningún niño. ¿Cómo podía ser tan cruel?

Esa noche, cuando Daniel llegó a casa, le esperé en el pasillo. Mi voz temblaba de rabia y miedo.

—¿Por qué no me dijiste nada? —le espeté antes de que pudiera quitarse la chaqueta.

Él me miró confundido.

—¿De qué hablas?

—De tu hijo. De Eli. Pilar ha venido hoy. Está aquí.

Daniel palideció.

—¿Qué? Mamá, yo no tengo ningún hijo. No sé quién es esa mujer ni ese niño.

La tensión se podía cortar con un cuchillo. Pilar salió del salón, con Eli agarrado a su pierna.

—Daniel —dijo ella con voz rota—, sabes perfectamente quién soy.

Él negó con la cabeza, furioso.

—¡Esto es una locura! ¡No sé quién eres! ¡No tengo ningún hijo!

Eli empezó a llorar en silencio. Yo sentí que el mundo se desmoronaba a mi alrededor.

Esa noche apenas dormí. Me debatía entre la incredulidad y la rabia. ¿Y si Daniel mentía? ¿Y si Pilar buscaba aprovecharse? ¿Y ese niño? ¿Qué culpa tenía él?

Al día siguiente, llamé a mi hermana Lucía para pedir consejo.

—Carolina —me dijo ella—, pide una prueba de ADN. Es lo único que puede aclarar esto.

Así lo hice. Pilar aceptó sin dudarlo; Daniel protestó pero finalmente accedió tras mis súplicas y amenazas veladas de echarle de casa si no colaboraba.

Mientras esperábamos los resultados, Eli se quedó con nosotras. Era un niño callado pero dulce; le gustaba dibujar coches y jugar con las piezas del dominó antiguo que guardaba en el cajón del salón. Una tarde le encontré llorando en silencio junto a la ventana.

—¿Qué te pasa, cariño? —le pregunté, arrodillándome a su lado.

—No quiero que mi mamá esté triste —susurró—. Y tampoco quiero que tú estés enfadada conmigo.

Sentí un nudo en la garganta. Le abracé fuerte.

—Tú no tienes la culpa de nada, Eli. Pase lo que pase, aquí siempre tendrás un sitio.

Los días pasaban lentos y pesados como plomo fundido. Daniel apenas salía de su cuarto; Pilar intentaba mantener la compostura pero cada noche la oía llorar bajito en el sofá cama del salón.

Finalmente llegó el sobre con los resultados del laboratorio. Mis manos temblaban al abrirlo; Daniel y Pilar estaban sentados frente a mí, tensos como cuerdas de guitarra.

Leí en voz alta: «La probabilidad de paternidad es del 99,9%».

El silencio fue absoluto durante unos segundos eternos. Daniel se levantó de golpe, tirando la silla al suelo.

—¡No puede ser! ¡Esto tiene que estar mal! —gritó, fuera de sí.

Pilar se tapó la cara con las manos y rompió a llorar desconsoladamente. Eli se encogió sobre sí mismo en la esquina del sofá.

Yo sentí una mezcla de alivio y tristeza infinita. Al fin tenía respuestas, pero ninguna era fácil de aceptar.

Las semanas siguientes fueron un infierno doméstico: Daniel se negaba a hablar con Pilar o con Eli; yo intentaba mediar pero mis fuerzas flaqueaban cada día más; Pilar buscaba trabajo sin éxito mientras cuidaba de su madre enferma por teléfono desde nuestra casa; Eli se aferraba a mí como si fuera su única tabla de salvación.

Una tarde lluviosa de domingo, encontré a Daniel sentado en la cocina, mirando fijamente una taza vacía.

—¿Por qué no puedes aceptar lo que ha pasado? —le pregunté suavemente.

Él suspiró, derrotado.

—No sé ser padre, mamá. No sé cómo hacerlo… Me da miedo fallarle como tú dices que papá nos falló a nosotras.

Le cogí la mano entre las mías.

—Nadie nace sabiendo ser padre, Daniel. Pero tienes una oportunidad para hacer las cosas bien ahora. No la desperdicies por miedo o por orgullo.

Esa noche, Daniel se acercó tímidamente a Eli mientras jugábamos al parchís en el salón.

—¿Te puedo enseñar a jugar al ajedrez? —le preguntó torpemente.

Eli le miró sorprendido y asintió con una tímida sonrisa. Fue el primer paso hacia algo parecido a una reconciliación familiar.

Hoy han pasado ya dos años desde aquella noche en la Calle Mayor. La vida no es perfecta: Pilar consiguió trabajo en una tienda del barrio y alquiló un pequeño piso cerca; Daniel sigue luchando con sus inseguridades pero poco a poco aprende a ser padre; Eli viene cada tarde a merendar conmigo y llenamos juntos los álbumes de fotos familiares que antes estaban vacíos.

A veces me pregunto: ¿Cuántas familias viven atrapadas en secretos y miedos como los nuestros? ¿Cuánto daño nos hacemos por callar o por no atrevernos a mirar al otro con compasión? ¿Y vosotros? ¿Creéis que el amor puede reconstruir lo que los secretos destruyen?