De Regalo Maldito a Nuevo Comienzo: La Casa Que Casi Nos Rompe

—¿Por qué no me lo consultaste antes, Lucía? —La voz de Sergio retumbó en la cocina, rebotando entre los azulejos antiguos y las cajas de mudanza apiladas junto al fregadero.

Me quedé quieta, con las manos húmedas y el corazón encogido. El olor a humedad y pintura vieja llenaba el aire. Habían pasado solo dos semanas desde nuestra boda y ya sentía que el sueño se desmoronaba como el yeso del techo.

—Era una sorpresa, Sergio. Mis padres querían darnos algo especial… —intenté justificarme, pero él me interrumpió con un bufido.

—¿Especial? ¡Esto es una ruina! —golpeó la encimera con la palma abierta—. ¿Has visto el baño? El agua sale marrón. Y la caldera… ni hablemos de la caldera.

Me mordí el labio. No podía decirle que yo también estaba decepcionada. Que cuando mis padres me entregaron las llaves envueltas en un lazo rojo, sentí una punzada de miedo mezclada con ilusión. Que había soñado con una casa llena de risas y cenas con amigos, no con goteras y discusiones a gritos.

La primera noche dormimos en el salón, sobre un colchón inflable. Afuera llovía a cántaros y dentro, las sombras bailaban por las paredes desconchadas. Sergio no podía dormir; yo tampoco. Oía su respiración agitada y sentía su distancia como una losa.

—¿Y si vendemos? —sugirió él una madrugada, mirando el techo—. Seguro que alguien quiere reformar esto.

—No podemos —susurré—. Mis padres se ofenderían. Han puesto todos sus ahorros aquí…

El silencio se hizo espeso. Sabía que Sergio pensaba en su familia: los García nunca tuvieron nada propio, siempre alquilando pisos pequeños en barrios ruidosos de Madrid. Para él, tener una casa era un símbolo de éxito, pero no así.

Los días siguientes fueron una sucesión de pequeños desastres: la lavadora inundó la cocina; la vecina del tercero, Doña Carmen, nos miraba con lástima cada vez que subíamos cargados de herramientas; mi madre llamaba cada noche para preguntar si estábamos «felices».

—¿Felices? —me pregunté una tarde mientras fregaba el suelo embarrado—. ¿Esto es felicidad?

Sergio empezó a llegar tarde del trabajo. Decía que tenía reuniones, pero yo sabía que evitaba volver a casa. Una noche llegó oliendo a cerveza y tabaco.

—He estado con Luis —dijo, sin mirarme—. Dice que deberíamos separarnos una temporada…

Sentí un puñal en el pecho. ¿Separarnos? ¿Por una casa?

—¿Eso quieres? —pregunté, con la voz temblorosa.

Él se encogió de hombros.

—No lo sé, Lucía. Esto nos está matando.

Esa noche lloré en silencio, abrazada a una manta vieja que olía a alcanfor. Recordé mi infancia en esa misma casa: los veranos jugando en el patio, las navidades con mi abuela cocinando puchero. ¿Cómo podía odiar ahora ese lugar?

Al día siguiente, mi padre vino a ayudarnos con la electricidad. Lo vi cansado, más viejo de lo que recordaba.

—Hija, ¿estáis bien? —me preguntó mientras pelaba cables.

No supe qué decirle. Quise gritarle que no, que no estábamos bien, que su regalo era una carga enorme. Pero solo asentí y le ofrecí un café.

Esa tarde encontré a Sergio sentado en el suelo del dormitorio, mirando una foto nuestra del día de la boda.

—¿Recuerdas cómo reíamos ese día? —me dijo sin levantar la vista—. Pensé que nada podría separarnos.

Me senté a su lado y le tomé la mano.

—Quizá estamos dejando que esta casa nos gane la partida —susurré—. No quiero perderte por cuatro paredes rotas.

Él me miró por fin, con los ojos húmedos.

—Tampoco yo quiero perderte, Lucía. Pero no sé cómo seguir así.

Pasaron semanas de discusiones y silencios incómodos. Un día, mientras pintábamos juntos el salón (la pintura blanca cubría nuestras manos y parte del suelo), Sergio se echó a reír al ver mi cara manchada.

—Pareces un payaso —dijo entre carcajadas.

Yo también reí por primera vez en mucho tiempo. En ese momento entendí que la casa no era el problema: éramos nosotros, nuestras expectativas, nuestro miedo al fracaso.

Esa noche hablamos largo y tendido. Decidimos pedir ayuda profesional para la reforma y para nosotros mismos: fuimos a terapia de pareja. Aprendimos a comunicarnos sin reproches, a pedir perdón y a reírnos de nuestras desgracias domésticas.

La casa sigue teniendo goteras y el baño aún necesita reforma, pero ahora es nuestro hogar. Hemos colgado fotos nuevas en las paredes y cada rincón cuenta una historia de superación.

A veces pienso en aquel primer día y me pregunto: ¿cuántas parejas se rompen por no saber pedir ayuda? ¿Cuántos regalos esconden cargas invisibles?

¿Y vosotros? ¿Qué haríais si el sueño se convierte en pesadilla justo cuando debería empezar la felicidad?