El Secreto de mi Boda: Entre el Amor y la Lealtad Familiar
—¿Cómo que te has casado? —La voz de mi madre retumbó en el salón, tan fría como el mármol de la mesa donde apoyaba sus manos temblorosas.
Me quedé de pie, con la maleta aún en la mano, mirando a mis padres. Mi padrastro, Manuel, me observaba con una mezcla de decepción y tristeza. Mi madre, Carmen, tenía los ojos vidriosos, pero no iba a llorar delante de mí. No esta vez.
—Mamá… —intenté decir algo, pero las palabras se me atragantaron en la garganta.
—¿Y cuándo pensabas decírnoslo? ¿Cuando naciera tu primer hijo? —espetó ella, cruzando los brazos.
El reloj de pared marcaba las siete y media. Afuera llovía sobre las calles de Salamanca. El sonido del agua contra los cristales era el único consuelo en ese momento.
Todo había empezado dos años antes, cuando conocí a Lucía en la universidad. Ella era de Cádiz, morena, con una risa contagiosa y una mirada que parecía leerme el alma. Pero para mi familia, Lucía era diferente: venía de una familia humilde, su padre había estado en prisión y su madre limpiaba casas. Eso bastó para que mi madre la mirara siempre por encima del hombro.
Recuerdo la primera vez que la traje a casa. Carmen preparó croquetas y tortilla, como siempre que quería impresionar. Pero durante la cena, cada pregunta era un dardo envenenado:
—¿Y tus padres a qué se dedican? ¿No tienes hermanos? ¿Nunca has viajado fuera de Andalucía?
Lucía sonreía y respondía con educación, pero yo sentía cómo se le encogía el corazón. Manuel intentaba suavizar el ambiente, pero Carmen no cedía. Cuando Lucía se fue esa noche, me miró con tristeza:
—No les gusto, ¿verdad?
—Dales tiempo —le prometí—. Mi madre es así con todo el mundo al principio.
Pero el tiempo solo endureció las posturas. Cada vez que mencionaba a Lucía en casa, mi madre cambiaba de tema o lanzaba indirectas sobre «buscarse una chica de buena familia». Yo me sentía dividido: quería a Lucía con todo mi ser, pero también amaba a mis padres, que me habían dado todo tras la marcha de mi padre biológico.
El año pasado, Lucía recibió una beca para estudiar en Lisboa. Me pidió que fuera con ella. Dudé mucho. Sabía que si me iba, mi madre lo vería como una traición. Pero también sabía que si me quedaba, perdería a Lucía para siempre.
En Lisboa todo fue diferente. Por primera vez sentí que podía respirar sin miedo al juicio ajeno. Vivíamos en un pequeño piso cerca del Tajo; los domingos paseábamos por Alfama y soñábamos con un futuro juntos. Fue allí donde Lucía me pidió matrimonio una noche de verano:
—¿Y si nos casamos aquí? Sin nadie más. Solo tú y yo.
Acepté sin pensarlo. No fue una boda lujosa: solo nosotros dos, un juez portugués y dos amigos como testigos. Pero fue el día más feliz de mi vida.
Durante meses oculté la verdad a mis padres. Les decía que seguíamos siendo novios y que pronto volveríamos a España. Cada llamada era una mentira piadosa. Me convencí de que lo hacía para protegerlos, para no arruinarles la ilusión de tenerme cerca.
Pero todo secreto tiene fecha de caducidad. Volvimos a Salamanca por Navidad. Lucía insistió en que debía contarles la verdad:
—No puedo seguir fingiendo —me dijo—. Si no lo dices tú, lo haré yo.
Así que esa tarde entré en casa con la maleta y el corazón encogido. Apenas crucé la puerta, Carmen notó algo raro.
—¿Por qué llevas esa alianza? —preguntó de repente.
Intenté disimular, pero era inútil. Me senté frente a ellos y lo solté todo de golpe:
—Me he casado con Lucía en Lisboa.
El silencio fue absoluto. Manuel bajó la mirada; Carmen se levantó y empezó a caminar por el salón como un animal herido.
—¿Cómo has podido hacernos esto? —susurró ella—. ¿Después de todo lo que hemos hecho por ti?
Intenté explicarle que no quería hacerles daño, que solo buscaba ser feliz. Pero para mi madre era una traición imperdonable.
—Te has casado con una desconocida —dijo—. Ni siquiera nos diste la oportunidad de estar contigo ese día.
Manuel intervino entonces:
—Carmen, déjale hablar…
Pero ella no escuchaba. Salió del salón y se encerró en su habitación.
Esa noche dormí en casa de un amigo. Lucía lloró al teléfono:
—Quizá nunca nos acepten…
—No lo sé —le respondí—. Pero no pienso renunciar a ti.
Han pasado semanas desde aquella noche. Mi madre apenas me habla; Manuel intenta mediar entre nosotros, pero sé que está dolido también. A veces me pregunto si hice bien ocultando mi boda o si debí enfrentarme antes a la verdad.
Hoy he vuelto a casa para intentar hablar con Carmen una vez más. La encuentro sentada junto a la ventana, mirando llover sobre los tejados rojos de Salamanca.
—Mamá —digo suavemente—, ¿alguna vez podrás perdonarme?
Ella no responde al principio. Solo suspira y se seca una lágrima rebelde.
A veces me pregunto: ¿es posible amar sin herir a quienes más quieres? ¿O toda elección importante implica perder algo por el camino?