Vender mi casa para mudarme a una residencia: ¿egoísmo o libertad?

—¿De verdad vas a hacerlo, papá? —La voz de Lucía retumba en el pasillo, entre las cajas de cartón y los recuerdos que aún cuelgan de las paredes.

Me detengo, con el álbum de fotos en la mano. Siento el peso de los años en la espalda y el de su mirada en el alma. No sé si es rabia, miedo o decepción lo que veo en sus ojos, pero sé que no es alegría.

—Sí, Lucía. Ya lo he decidido. La casa se vende. Me voy a la residencia San Felipe el mes que viene.

Ella se cruza de brazos, apretando los labios. —¿Y qué pasa conmigo? ¿Con todo lo que hemos vivido aquí? ¿Con lo que me prometiste cuando mamá murió?

Trago saliva. Recuerdo a Carmen, mi mujer, su risa en la cocina, el olor a café por las mañanas. Recuerdo también la promesa: “Nunca te dejaré sola, Lucía”. Pero los años han pasado y la vida pesa más de lo que imaginaba.

—Lucía, tienes 42 años. Tienes tu trabajo, tu piso…

—¡Un trabajo precario y un alquiler que no puedo pagar sola! —me interrumpe—. Sabes que si vendes la casa no podré quedarme aquí. ¿Por qué no me ayudas? ¿Por qué no piensas en mí?

Me siento en el sofá, ese sofá donde tantas veces nos hemos sentado a ver el fútbol o discutir sobre política. Ahora parece más grande, más frío.

—He pensado en ti toda mi vida —le digo, bajando la voz—. Pero ahora tengo que pensar en mí. No quiero ser una carga para nadie. Quiero vivir mis últimos años con dignidad.

Ella se gira, furiosa. —¿Dignidad? ¿Y yo? ¿No merezco también una oportunidad?

El silencio se instala entre nosotros como una tercera persona. Miro por la ventana: la calle de Madrid bulle con su ruido habitual, pero aquí dentro todo está quieto.

No siempre fue así. Cuando Lucía era pequeña, yo trabajaba de administrativo en una gestoría del barrio de Chamberí. Carmen y yo hacíamos malabares para llegar a fin de mes, pero nunca faltó un plato de lentejas ni un abrazo antes de dormir. Cuando Carmen enfermó, Lucía tenía 18 años y acababa de empezar la universidad. Yo me convertí en padre y madre a la vez, y ella en mi razón para seguir adelante.

Pero los años han pasado. Lucía ha tenido trabajos temporales, relaciones fallidas y sueños rotos. Yo he envejecido más deprisa de lo que pensaba. Hace dos meses, tras una caída tonta en el baño, me di cuenta de que ya no puedo vivir solo. Mis amigos del dominó ya están casi todos en residencias o han fallecido. La soledad pesa más que nunca.

La residencia San Felipe no es como las públicas: tiene jardín, actividades culturales, excursiones al Escorial… Me han hablado bien del personal y hasta tienen menú especial para diabéticos como yo. Pero cuesta dinero. Mucho dinero. Y la única forma de pagarlo es vendiendo la casa.

Lucía vuelve al salón con los ojos rojos.

—¿Y si me quedo sin nada? —susurra—. ¿Y si nunca puedo tener algo propio?

Me acerco y le cojo la mano.

—Hija, yo te he dado todo lo que he podido. Te he enseñado a luchar, a levantarte cuando caes. No puedo darte más. Ahora te toca a ti construir tu vida.

Ella aparta la mano y se seca las lágrimas con rabia.

—¿Sabes lo que dicen mis amigas? Que eres un egoísta. Que solo piensas en ti.

Siento un pinchazo en el pecho. ¿Seré egoísta? ¿Estoy traicionando la memoria de Carmen? ¿O simplemente estoy cansado de ser siempre el salvavidas de todos?

Esa noche no duermo. Escucho los ruidos del edificio: el ascensor viejo, los vecinos discutiendo por el volumen de la tele… Pienso en cómo será mi vida en la residencia: otros ancianos, otras historias, otra rutina. ¿Me adaptaré? ¿O acabaré arrepintiéndome?

Al día siguiente, Lucía viene con su tía Mercedes. Siempre ha sido la mediadora de la familia.

—Antonio —dice Mercedes—, ¿no podrías esperar un poco? Quizá Lucía pueda buscar otro trabajo…

—No quiero esperar más —respondo—. No quiero morirme aquí solo ni depender de nadie para ir al médico o hacer la compra.

Lucía baja la cabeza y Mercedes suspira.

—Es tu decisión —dice al fin—. Pero recuerda que las familias se rompen por cosas así.

Los días pasan entre visitas de inmobiliarias y cajas llenas de recuerdos: cartas antiguas, fotos amarillentas, juguetes rotos… Cada objeto es una herida abierta.

El día que firmo la venta, Lucía no viene. Me llama por teléfono:

—No puedo perdonarte esto —me dice antes de colgar.

Me quedo solo en el piso vacío, escuchando el eco de mis propios pasos.

En la residencia San Felipe me reciben con sonrisas y olor a comida casera. Los primeros días son extraños: echo de menos mi casa, mi barrio, incluso las discusiones con Lucía. Pero poco a poco empiezo a sentirme más ligero, menos culpable.

A veces veo a otras familias visitando a sus mayores los domingos y me pregunto si Lucía vendrá algún día. Si entenderá que no quise abandonarla, sino enseñarle a volar sola.

¿He hecho bien? ¿Es egoísmo querer vivir mis últimos años con dignidad o es simplemente buscar mi libertad? ¿Qué haríais vosotros en mi lugar?