La verdad bajo la cuna: El secreto que destrozó mi mundo

—¡Empuja, Marta, empuja! ¡Ya casi está!—grité con la voz rota, apretando su mano con todas mis fuerzas. El sudor le caía por la frente y sus gritos rebotaban en las paredes blancas del hospital de La Paz. Yo llevaba la pulsera azul que ponía “papá”, porque su novio, ese cobarde de Sergio, había desaparecido semanas antes del parto. Así que allí estaba yo, Lucía, su mejor amiga desde el colegio, haciendo de madre, padre y hermana.

Cuando por fin la niña lloró, sentí una mezcla de alivio y orgullo. Marta me miró con los ojos llenos de lágrimas y me susurró: —Gracias, Lucía. No sé qué haría sin ti.

No sabía que esa noche iba a cambiar mi vida para siempre.

Después del parto, mientras Marta dormía agotada y la enfermera se llevaba a la pequeña para hacerle las pruebas, yo me quedé sola en la habitación. Miré mi móvil: ningún mensaje de Pablo, mi marido. Últimamente siempre estaba «ocupado» en el trabajo o con su madre enferma en Salamanca. No podía evitar sentirme sola.

Al día siguiente, Marta me pidió que le ayudara a cambiar el primer pañal de la niña. Me reí nerviosa: —¡Madre mía, esto sí que es una prueba de amistad!

Mientras limpiaba a la pequeña, noté una mancha de nacimiento en forma de media luna justo encima del tobillo derecho. Me quedé helada. Era idéntica a la que tenía Pablo. Idéntica a la que tenía su madre. Idéntica a la que tenía nuestro hijo, Álvaro.

Sentí cómo el corazón se me caía al suelo. Me temblaban las manos. Marta notó mi cara y preguntó:

—¿Estás bien?

No pude responderle. Salí corriendo al pasillo y marqué el número de Pablo con los dedos fríos.

—¿Pablo? ¿Dónde estás?

—En el hospital con mamá, ¿por qué?—respondió él, con esa voz cansada que últimamente me sonaba tan lejana.

—¿Seguro?—pregunté, tragando saliva.

Hubo un silencio incómodo.

—Lucía, ¿qué pasa?

Colgué sin decir nada. Volví a la habitación y miré a Marta. Ella me miró con miedo.

—¿Qué pasa?—insistió.

Me senté en la cama y le enseñé una foto del tobillo de Álvaro en mi móvil.

—¿Te suena esto?

Marta se puso blanca como el papel. Bajó la mirada y empezó a llorar en silencio.

—Lo siento… Lo siento tanto…—susurró entre sollozos.

Sentí que el mundo se desmoronaba bajo mis pies. No podía respirar. Me levanté y salí corriendo del hospital. Caminé sin rumbo por las calles de Madrid hasta que anocheció. Llamé a mi madre, pero no pude decirle nada. Llamé a Pablo otra vez, pero no contestó.

Esa noche no dormí. Me pasé horas mirando el techo, recordando cada momento con Pablo y Marta: las cenas en casa, los viajes al pueblo, las risas compartidas… ¿Cuándo empezó todo? ¿Cómo no lo vi venir?

A la mañana siguiente volví al hospital. Marta estaba despierta, con los ojos hinchados de llorar.

—Lucía…—empezó.

Levanté la mano para que se callara.

—Solo quiero saber una cosa: ¿fue solo una vez?

Ella asintió con la cabeza, temblando.

—Fue después de tu cumpleaños, cuando tú te fuiste antes porque Álvaro tenía fiebre… Pablo se quedó ayudándome a recoger… Habíamos bebido mucho… Yo estaba muy mal por lo de Sergio… No sé cómo pasó…

No podía soportar escuchar más. Salí otra vez al pasillo y me senté en una silla fría de plástico. Vi pasar a una enfermera con un carrito lleno de biberones y sentí ganas de vomitar.

Pablo apareció esa tarde en casa. Entró sin saludar y se sentó en el sofá con la cabeza entre las manos.

—Lucía… déjame explicarte…

Le lancé las llaves del coche.

—Vete de aquí. No quiero verte.

Él intentó acercarse pero retrocedí como si quemara.

—¿Por qué? ¿Por qué me habéis hecho esto?—grité entre lágrimas.

Pablo lloraba también, pero no sentí compasión. Solo rabia y asco.

Durante semanas no hablé ni con él ni con Marta. Mi madre vino a quedarse conmigo y con Álvaro. Cada vez que veía a mi hijo jugar en el salón sentía miedo: ¿y si algún día también me traiciona? ¿Y si nunca vuelvo a confiar en nadie?

Marta me escribió cartas larguísimas pidiéndome perdón. Pablo me mandaba mensajes todos los días diciendo que fue un error, que me quería solo a mí. Pero yo ya no era la misma Lucía ingenua de antes.

Un día recibí una carta de Marta donde decía: “Sé que no merezco tu perdón, pero quiero que sepas que te quiero como a una hermana y que siempre estaré aquí si algún día puedes mirarme sin odio”.

La guardé en un cajón junto con las fotos antiguas de las tres familias juntas en Navidades. No sé si algún día podré perdonarla. Ni a ella ni a Pablo.

Ahora duermo sola en una cama enorme y fría. Álvaro pregunta por su padre y yo no sé qué decirle. Solo sé que ya no confío en nadie y que cada vez que veo una mancha de nacimiento en forma de media luna siento un dolor insoportable en el pecho.

A veces me pregunto: ¿merece la pena perdonar una traición así? ¿O es mejor aprender a vivir con el dolor y seguir adelante sola? ¿Qué haríais vosotros?