El eco de mis palabras: La historia de Victoria y el precio de mis preferencias

—¿Por qué siempre tienes que ser tan torpe, Lucía? —grité desde la cocina, mientras el vaso de zumo se deslizaba por el suelo y manchaba la alfombra nueva. Mi hija, con apenas trece años, me miró con esos ojos grandes y oscuros que heredó de su padre, pero en los que nunca vi reflejada mi propia sangre.

—Lo siento, mamá —susurró, recogiendo los cristales con manos temblorosas.

En ese momento, mi hijo Álvaro entró corriendo al salón. Su sonrisa iluminó la habitación y, como siempre, sentí cómo mi corazón se ablandaba solo para él. Le acaricié el pelo y le pregunté si quería merendar algo especial. Lucía me miró de reojo, pero yo desvié la mirada. No podía evitarlo: adoraba a Álvaro y despreciaba a Lucía.

No sé cuándo empezó todo. Quizá fue cuando Lucía nació y sentí que mi vida se complicaba aún más. Yo, Victoria, siempre había sido una mujer fuerte, acostumbrada a luchar sola desde que mi marido, Fernando, decidió irse con otra mujer. Me quedé con dos hijos y una hipoteca en pleno centro de Madrid. Trabajaba como administrativa en una notaría y apenas tenía tiempo para mí misma. Pero a pesar de todo, siempre encontraba fuerzas para arreglarme: el pelo perfecto, las uñas impecables, la ropa planchada. No soportaba que la gente pensara que no podía con todo.

En el barrio me conocían por mi carácter. No era precisamente amable; decía lo que pensaba sin filtro y no me importaba si alguien se ofendía. Las vecinas del portal cuchicheaban sobre mí, pero yo también lo hacía sobre ellas. «La vida es demasiado corta para callarse las verdades», solía decirle a mi hermana Carmen cuando venía a visitarme los domingos.

Pero lo que nadie sabía era el secreto que guardaba en casa: mi incapacidad para querer a mi hija como se merecía. Álvaro era mi sol, mi alegría. Sacaba buenas notas, era educado y siempre tenía una palabra bonita para mí. Lucía, en cambio, era introvertida, torpe y parecía vivir en su propio mundo. Nunca entendí por qué no podía ser como su hermano.

Una tarde de invierno, mientras preparaba la cena, escuché a Lucía llorar en su habitación. Me acerqué a la puerta y escuché cómo hablaba sola:

—Ojalá mamá me quisiera como quiere a Álvaro…

Sentí un pinchazo en el pecho, pero enseguida lo aparté. «No tengo tiempo para sentimentalismos», pensé. Sin embargo, esa noche no pude dormir bien.

Los años pasaron y la distancia entre Lucía y yo se hizo abismo. En el instituto empezó a tener problemas: la llamaban rara, no tenía amigas y sus profesores decían que era inteligente pero poco participativa. Yo solo veía una niña difícil que no hacía más que darme disgustos.

—¿Por qué no puedes ser más como tu hermano? —le repetía una y otra vez.

Álvaro creció y se convirtió en un joven brillante. Consiguió una beca para estudiar ingeniería en la Universidad Politécnica de Madrid. El día que se fue de casa sentí que me arrancaban una parte del alma. Lucía apenas levantó la vista del libro cuando su hermano se despidió.

Con Álvaro fuera, la casa se volvió aún más fría. Lucía y yo apenas hablábamos. Yo salía más con mis amigas del barrio: Marisa, Pilar y Teresa. Nos reuníamos en la cafetería de la esquina para criticar a todo el mundo: los políticos, las vecinas nuevas, incluso a nuestros propios hijos. Pero nunca les conté lo que realmente pasaba en mi casa.

Un día recibí una llamada del instituto: Lucía había tenido un ataque de ansiedad durante un examen. Fui corriendo al hospital y cuando llegué la encontré sola en una camilla, abrazada a sus rodillas.

—¿Por qué no me lo dijiste? —le pregunté sin saber muy bien qué decir.

Ella me miró con una mezcla de tristeza y resignación:

—¿Para qué? Nunca te ha importado lo que me pase.

Sus palabras fueron como un bofetón. Por primera vez sentí vergüenza de mí misma.

A partir de ese día intenté acercarme a ella, pero era tarde. Lucía había aprendido a vivir sin mí. Terminó el bachillerato con buenas notas y consiguió una plaza en Bellas Artes en Valencia. El día que se fue de casa no hubo lágrimas ni abrazos; solo un silencio pesado que me acompañó durante semanas.

Álvaro venía a verme los fines de semana al principio, pero pronto empezó a faltar: tenía novia, trabajo y amigos. Yo me quedé sola con mis recuerdos y mis remordimientos.

Un domingo cualquiera, mientras veía fotos antiguas en el móvil, encontré una imagen de Lucía con seis años: sonreía tímidamente mientras sostenía un dibujo hecho para mí. «Para mamá», ponía en letras torcidas. Lloré como no había llorado nunca.

Hoy tengo sesenta años y vivo sola en el mismo piso del centro de Madrid. Álvaro me llama de vez en cuando; Lucía solo me manda postales desde ciudades lejanas: Berlín, París, Lisboa… En cada postal hay una frase breve: «Espero que estés bien» o «Aquí hace frío».

A veces salgo al balcón y veo pasar a las familias por la calle Fuencarral: madres e hijas riendo juntas, compartiendo confidencias que yo nunca tuve con Lucía.

Me pregunto si algún día podré pedirle perdón de verdad o si ya es demasiado tarde para nosotras.

¿Es posible reparar el daño causado por años de indiferencia? ¿O hay heridas que nunca cicatrizan?