Manzanas en vez de promesas: El día que mi hermana me cerró la puerta en la cara

—¿Eso es todo lo que trajiste, Lucía? —La voz de Victoria retumbó en el pasillo, tan fría como el piso de cerámica bajo mis pies. Yo sostenía la bolsa de manzanas verdes con ambas manos, sintiendo cómo el plástico se estiraba y mis nudillos se ponían blancos. Afuera, el sol de la tarde caía sobre las calles de Córdoba, pero dentro de la casa de mi hermana, el aire era denso y cortante.

No supe qué responder. Había caminado veinte cuadras con esas manzanas, pensando en lo mucho que le gustaban de niña. Recordaba cómo las robábamos del árbol del vecino y nos escondíamos en el patio para comerlas a escondidas. Pero ahora, Victoria era otra persona: madre de tres, esposa de un contador exitoso, dueña de una casa con jardín y portón eléctrico. Yo, en cambio, seguía alquilando una pieza en Barrio Güemes y trabajando horas extras en la librería para llegar a fin de mes.

—Pensé que te iban a gustar —balbuceé, sintiendo cómo se me apretaba la garganta.

Victoria suspiró y miró hacia la cocina, donde su esposo, Martín, preparaba café sin prestarnos atención. Sus hijos jugaban en el living con una tablet nueva. El olor a tostadas quemadas flotaba en el aire.

—Lucía, vos sabés que hoy en día todo el mundo trae algo más… no sé, un vino, una torta, algo para los chicos —dijo, bajando la voz pero sin suavizarla. —No podés venir con solo unas manzanas. ¿Qué van a pensar los demás?

Me quedé helada. No había nadie más invitado. Era solo yo. Pero entendí lo que quería decir: no era suficiente para ella. Nunca lo había sido.

—¿Querés que me vaya? —pregunté, con la voz temblorosa.

Victoria me miró de arriba abajo. Llevaba un vestido caro y el cabello recogido en una trenza perfecta. Yo tenía los jeans gastados y una remera vieja del Che Guevara.

—No es eso… pero tampoco quiero pasar vergüenza —susurró.

Sentí cómo algo se rompía adentro mío. Dejé las manzanas sobre la mesa y di media vuelta. Cuando llegué a la puerta, escuché su voz detrás mío:

—Lucía, no te pongas así. Siempre hacés un drama por todo.

No respondí. Salí y cerré la puerta despacio, aunque por dentro quería azotarla hasta que se cayeran los vidrios.

Caminé sin rumbo por las calles del barrio privado, sintiéndome más sola que nunca. Pensé en mamá y papá, allá en el pueblo de La Falda, donde nunca importaba si traías algo o no; bastaba con estar juntos y compartir un mate amargo y pan casero. Pensé en mis hermanos: Mateo, siempre tan diplomático; David y Abril (sí, mi hermana menor se llama Abril), todavía en la universidad y soñando con cambiar el mundo.

Esa noche, el grupo familiar de WhatsApp explotó:

Mateo: «¿Qué pasó hoy entre vos y Vicky? Me llamó llorando.»
David: «¿Otra vez pelearon? Siempre lo mismo ustedes dos.»
Abril: «No se peleen más, porfa.»
Victoria: «Solo quiero que Lucía entienda que las cosas cambiaron. No estamos más en La Falda.»

Leí los mensajes con rabia y tristeza. ¿Tanto costaba entender que no tenía plata para regalos caros? ¿Que mi vida era distinta? ¿Que no podía competir con sus cenas elegantes ni sus viajes a Punta del Este?

Esa noche no dormí. Recordé cuando éramos chicas y Victoria me defendía de los chicos del barrio; cuando compartíamos la cama porque hacía frío; cuando lloramos juntas el día que papá perdió el trabajo en la fábrica textil y mamá tuvo que limpiar casas para sobrevivir.

Pero ahora Victoria era otra. O tal vez yo era la que no había cambiado lo suficiente.

Al día siguiente, recibí un audio de mamá:

—Hijita, no te pongas mal por tu hermana. Cada uno da lo que puede. Lo importante es el cariño, no las cosas materiales.

Lloré como una nena al escucharla. Pero también sentí rabia: ¿por qué siempre tenía que ser yo la comprensiva? ¿Por qué nadie le decía nada a Victoria?

Pasaron los días y el silencio entre nosotras se hizo más pesado que nunca. En la librería, mientras acomodaba libros de autoayuda y novelas románticas, pensaba en cómo las familias pueden romperse por tonterías… o tal vez por cosas mucho más profundas.

Una tarde lluviosa, Mateo me llamó:

—Lu, ¿podemos hablar? —dijo con esa voz suave que siempre usaba para mediar.

Nos encontramos en un bar del centro. Él pidió café; yo solo agua porque no tenía plata para más.

—Vicky está mal —me dijo—. Dice que siente que vos la juzgás todo el tiempo.

Me reí amargamente.

—¿Yo la juzgo? Ella fue la que me echó por traerle manzanas.

Mateo suspiró.

—Lu, vos sabés cómo es ella… siempre le importó mucho el qué dirán desde que se casó con Martín. Pero también le duele sentir que vos no valorás su esfuerzo.

Me mordí los labios hasta casi sangrar.

—¿Y mi esfuerzo quién lo valora? —pregunté—. ¿O solo cuenta si tenés plata?

Mateo bajó la mirada.

—No sé qué decirte… pero somos familia. No podemos seguir así.

Salí del bar sintiéndome más vacía aún. Caminé bajo la lluvia hasta mi pieza alquilada y me senté frente a la ventana a mirar las luces lejanas del centro de Córdoba.

Esa noche decidí escribirle a Victoria:

«Vicky: Perdón si te hice sentir mal con mi regalo. No tengo mucho para dar, pero las manzanas eran de corazón. Me duele que pienses que no es suficiente. Ojalá algún día podamos volver a reírnos juntas como antes.»

No respondió esa noche ni al día siguiente. Pero al tercer día recibí una foto por WhatsApp: sus hijos comiendo manzanas sonrientes, con un mensaje corto:

«Gracias por pensar en nosotros.»

No sé si algún día volveremos a ser las mismas hermanas de antes. Tal vez la vida nos cambió demasiado; tal vez las heridas tardan en cerrar.

Pero sigo preguntándome: ¿cuándo dejamos de valorar lo simple? ¿Cuándo dejamos que el orgullo pese más que el amor?

¿Ustedes también han sentido alguna vez que su familia espera más de lo que pueden dar? ¿Qué harían ustedes si estuvieran en mi lugar?