Cuando la familia duele: La casa de la discordia

—¡No puedo más, Diego! —grité, con la voz rota, mientras sostenía a Lucía en brazos y miraba la pantalla del móvil parpadeando con el nombre de Carmen.

Diego me miró desde la cocina, con esa mezcla de cansancio y resignación que últimamente era su única expresión. —No le cojas el teléfono, Marta. Ya sabes lo que quiere.

Pero yo no podía evitarlo. Era su madre. Y aunque me dolía admitirlo, también era la causa de todos nuestros problemas.

Todo empezó hace un año, cuando Carmen vino a cenar a nuestro piso en Carabanchel. Recuerdo la mesa llena de croquetas y tortilla, Lucía jugando en el suelo con sus muñecas y Carmen lanzando indirectas sobre lo difícil que era vivir sola en su piso antiguo, con las escaleras empinadas y los vecinos ruidosos.

—Marta, Diego, ¿no habéis pensado nunca en invertir en una casa? —preguntó, removiendo el café con una cucharilla—. En las afueras hay casas muy bonitas… y tranquilas.

Diego y yo nos miramos. Llevábamos años ahorrando para comprar algo mejor para nosotros, pero nunca habíamos pensado en hacerlo por ella. Sin embargo, Carmen insistió tanto, con esa voz dulce y manipuladora que solo las madres saben usar, que acabamos visitando casas en Parla y Getafe.

—Solo necesito algo pequeño —decía—. Un dormitorio, una cocina… No quiero ser una carga.

Pero lo fue. Y mucho.

Firmamos la hipoteca juntos porque Carmen no tenía ingresos suficientes. Diego se pasó noches enteras revisando números, yo recorté gastos hasta el extremo y Lucía dejó de ir a natación porque no podíamos pagarlo todo. Pero lo hicimos. Compramos la casa para Carmen.

Al principio parecía feliz. Nos invitaba los domingos a comer cocido madrileño y presumía ante sus amigas de tener unos hijos tan generosos. Pero pronto empezaron los problemas.

—No me gusta el barrio —se quejaba por teléfono—. Hay demasiado ruido. Y los vecinos… no son como los de antes.

Intentamos animarla, pero cada llamada era una lista interminable de quejas. Hasta que un día, sin previo aviso, Carmen apareció en nuestro piso con dos maletas y lágrimas en los ojos.

—No puedo vivir allí —sollozó—. Me siento sola. Quiero volver con vosotros.

Diego perdió la paciencia. —¡Mamá, no podemos mantener dos casas! ¡Nos estamos ahogando!

Pero Carmen no escuchaba razones. Se instaló en nuestro sofá y empezó a organizar nuestra vida como si fuera la dueña de la casa. Lucía lloraba porque su abuela no le dejaba ver dibujos después de cenar; yo discutía con Diego cada noche porque él no quería enfrentarse a su madre; y la tensión crecía como una tormenta a punto de estallar.

Una tarde, mientras preparaba la merienda para Lucía, escuché a Carmen hablando por teléfono en el balcón:

—Estos chicos no saben lo que hacen… Si no fuera por mí, ni tendrían casa propia —decía, creyendo que nadie la oía.

Me temblaron las manos de rabia e impotencia. ¿Cómo podía ser tan injusta? ¿Tan egoísta?

Las discusiones con Diego se volvieron diarias. Él defendía a su madre, yo le reprochaba no poner límites. Una noche, después de una pelea especialmente dura, Diego salió de casa dando un portazo y no volvió hasta la mañana siguiente.

Al día siguiente, Carmen me miró con frialdad mientras desayunábamos.

—Marta, deberías aprender a ser más comprensiva. La familia es lo primero.

No pude más. Cogí a Lucía y salí a la calle sin rumbo fijo. Caminé durante horas por Madrid, llorando en silencio mientras mi hija dormía en el carrito. Pensé en mi propia madre, fallecida hace años, y en cómo ella siempre me enseñó a luchar por mi felicidad… pero también a no dejarme pisotear.

Cuando volví a casa, Diego me esperaba en la puerta. Tenía ojeras y los ojos rojos.

—Lo siento —susurró—. No sé qué hacer.

Le abracé fuerte, sintiendo que algo se rompía dentro de mí.

Esa noche tomamos una decisión: venderíamos la casa de Carmen y buscaríamos ayuda profesional para poner límites. No sería fácil, pero era eso o perderlo todo.

Hoy, meses después, Carmen ya no vive con nosotros. La relación sigue siendo tensa; Diego apenas le habla y yo… yo sigo temblando cada vez que veo su nombre en mi móvil.

A veces me pregunto: ¿Hasta dónde debemos sacrificar nuestra felicidad por la familia? ¿Dónde está el límite entre ayudar y perderse a uno mismo?

¿Vosotros qué haríais si estuvierais en mi lugar?