La última promesa de mi hermano: Un adiós entre las olas de la Costa Brava
—¡Lucía, no seas pesada! Te juro que te llamo cuando llegue a casa, ¿vale? —me gritó Marcos, medio riéndose, mientras se alejaba corriendo hacia la orilla con sus amigos. El sol caía sobre la Costa Brava, tiñendo el agua de un naranja imposible. Yo tenía catorce años y él diecisiete. Mi madre, desde la sombrilla, me miró con esa mezcla de resignación y ternura que solo las madres españolas saben poner.
—Déjale, hija. Que disfrute un poco —me dijo, pero yo no podía evitar sentir ese nudo en el estómago. Siempre había sido así: yo, la hermana pequeña preocupada; él, el mayor, valiente y despreocupado. O eso creía yo.
Recuerdo cómo se giró antes de meterse en el agua, levantando la mano y sonriéndome. Fue la última vez que vi a Marcos con vida.
La tarde avanzó y el bullicio de la playa fue dando paso a un silencio inquietante. Los amigos de Marcos volvieron corriendo, empapados y con la cara desencajada.
—¡Lucía! ¡Tu hermano…! ¡No le encontramos! —gritó Sergio, su mejor amigo.
El mundo se detuvo. Mi madre se levantó de un salto, tirando la revista al suelo. Corrimos hacia la orilla. El mar estaba en calma, pero yo sentía que rugía dentro de mí. Gritos, socorristas, gente señalando hacia las rocas… Todo era confusión.
—¡Marcos! ¡Marcos! —gritaba mi madre con una voz que no le había escuchado nunca.
Yo solo podía pensar en la promesa: “Te llamo cuando llegue a casa”. ¿Por qué no le insistí más? ¿Por qué le dejé ir?
Las horas pasaron entre ambulancias, policías y vecinos que se acercaban a preguntar. La noticia corrió por el pueblo como un reguero de pólvora. En Lloret todos nos conocíamos. La abuela llegó llorando, mi padre condujo desde Barcelona sin apenas hablar por teléfono. La familia se reunió en casa como si esperáramos un milagro.
Esa noche no dormí. Me senté en la cama de Marcos, rodeada de sus pósters del Barça y su guitarra desafinada. Miré su móvil: ningún mensaje nuevo, ninguna llamada perdida mía. Me odié por no haberle escrito algo más.
A la mañana siguiente, los buzos encontraron su cuerpo cerca de unas rocas. Dicen que una corriente traicionera le arrastró cuando intentaba impresionar a sus amigos nadando más lejos de lo permitido. Nadie pudo hacer nada.
El funeral fue un desfile de lágrimas y abrazos rotos. Mi madre no soltó mi mano ni un segundo. Mi padre se mantuvo firme hasta que leyó una carta que Marcos había escrito para su cumpleaños: “Prometo cuidar siempre de Lucía”.
Durante semanas, la casa fue un mausoleo. Mi madre dejó de cocinar sus platos favoritos; mi padre se encerraba en el despacho; yo me refugié en los recuerdos y en la culpa. Los amigos de Marcos venían a menudo, pero nadie hablaba del mar.
Una tarde, mientras recogía su habitación, encontré una nota doblada dentro de su libro favorito:
“Lu, sé que a veces parezco un idiota, pero eres lo mejor que tengo. No dejes que nada te cambie nunca”.
Me eché a llorar como nunca antes. Sentí rabia por el mar, por sus amigos, por mí misma. ¿Por qué los chicos tienen que demostrar siempre algo? ¿Por qué nadie nos enseña a decir ‘no’?
La vida siguió, pero nada volvió a ser igual. En el instituto me miraban con pena; los profesores me trataban con guantes de seda. Mi madre empezó a ir al psicólogo; mi padre se volcó en el trabajo. Yo escribía cartas a Marcos cada noche, cartas que nunca enviaría.
Un día, en clase de ética, hablamos sobre la responsabilidad y las promesas. Levanté la mano y conté mi historia. Algunos lloraron; otros me abrazaron después. Sentí que por fin podía respirar un poco mejor.
Ahora han pasado tres años. Cada verano vuelvo a esa playa y me siento frente al mar. A veces creo escuchar su risa entre las olas. Sigo preguntándome si podría haber hecho algo diferente, si alguna palabra mía habría cambiado el destino.
¿Hasta qué punto somos responsables de lo que les pasa a quienes amamos? ¿Cómo se aprende a vivir con una promesa rota?
¿Y vosotros? ¿Habéis sentido alguna vez esa culpa silenciosa por no haber hecho más? Os leo.