El precio de la ayuda: Cuando la familia se convierte en un favor

—Mamá, ¿hoy vamos a casa de la abuela Carmen? —me preguntó Gabriel, con esa vocecita que siempre logra desarmarme, mientras yo intentaba ponerle los zapatos en el pasillo.

Me detuve. Sentí un nudo en el estómago. Miré el reloj: las once y media de la mañana de un sábado cualquiera en Madrid. Mi marido, Luis, ya se había ido a trabajar a la tienda. Yo, sola con Gabriel, pensaba en todo lo que tenía que hacer: la compra, la colada, preparar la comida. Y él, con su carita ilusionada, solo quería ver a sus abuelos.

—No sé si estarán en casa, cariño —le respondí, intentando sonar neutra—. La abuela a veces tiene cosas que hacer.

Pero Gabriel insistía:

—La abuela siempre tiene galletas. Y el abuelo me deja ver los trenes desde el balcón.

Me mordí el labio. Recordé la última vez que llamé a mi madre para pedirle que cuidara de Gabriel unas horas porque tenía una entrevista de trabajo. Su respuesta aún me dolía:

—Hija, yo ya he criado a mis hijos. Si puedo ayudarte, lo hago, pero no me lo tomes como obligación. No soy tu niñera.

Sentí rabia y vergüenza. ¿No era normal que los abuelos quisieran pasar tiempo con su nieto? ¿Por qué cada favor parecía una deuda? En mi infancia, los domingos eran sagrados: toda la familia reunida en casa de mis abuelos en Toledo. Ahora, cada encuentro parecía una negociación.

Aun así, marqué el número de mi madre. Gabriel me miraba expectante.

—¿Sí? —contestó Carmen, seca.

—Mamá, ¿estáis en casa? Gabriel quiere veros un rato.

—Pues mira, justo iba a salir a comprar. Si venís, que sea rápido. No puedo entretenerme mucho hoy.

Tragué saliva. Miré a Gabriel y asentí con la cabeza.

—Vale, mamá. Vamos para allá.

El trayecto en metro fue un suplicio de pensamientos. ¿Por qué me sentía siempre como una molestia? Recordé cuando nació Gabriel y mi madre vino al hospital con flores y una sonrisa forzada. «Ahora empieza lo duro», me dijo entonces. Y tenía razón, pero no por la maternidad en sí, sino por la soledad inesperada.

Al llegar al portal de mis padres, Gabriel salió corriendo escaleras arriba. Llamó al timbre con entusiasmo. Mi madre abrió con el abrigo puesto y el bolso colgado del brazo.

—¡Abuela! —gritó Gabriel abrazándola.

Ella le sonrió y le dio una galleta del bolso.

—Solo un ratito, ¿eh? Tengo prisa —me dijo a mí casi sin mirarme.

Entramos al salón. El abuelo Manuel estaba leyendo el periódico.

—¡Gabriel! Ven aquí, campeón —le dijo con calidez.

Gabriel se subió a sus rodillas y empezó a contarle cómo había visto un perro enorme en el parque. Yo me quedé de pie, incómoda.

Mi madre se acercó:

—¿Y tú qué tal? ¿Sigues buscando trabajo?

Asentí.

—No está fácil…

Ella suspiró:

—Ya… Bueno, hija, yo también tengo mis cosas. No puedo estar siempre pendiente del niño.

Me mordí la lengua para no contestar mal. Sabía que si discutía sería peor. Me senté junto a la ventana y miré la calle: madres paseando con sus hijos, abuelos empujando carritos… ¿Por qué yo no podía tener eso?

Gabriel jugaba feliz con su abuelo. Mi madre miraba el reloj cada dos minutos.

—Bueno, nos vamos ya —dijo finalmente—. Tengo que ir al mercado antes de que cierren.

Me levanté y ayudé a Gabriel a ponerse la chaqueta. El abuelo le dio un beso en la frente:

—Venid cuando queráis —me dijo bajito—. Aunque tu madre sea así…

En el ascensor, Gabriel me preguntó:

—¿Por qué la abuela siempre tiene prisa?

No supe qué decirle. Sentí ganas de llorar.

De vuelta a casa, pasamos por el parque. Me senté en un banco mientras Gabriel jugaba solo en el tobogán. Miré el móvil: ningún mensaje de Luis. Pensé en todas las veces que había tenido que elegir entre pedir ayuda o apañármelas sola. En cómo cada favor se convertía en una factura emocional.

Recordé una conversación reciente con mi amiga Lucía:

—En mi casa es igual —me confesó ella—. Mi madre dice que bastante hizo ya criándonos. Que ahora le toca vivir su vida.

¿Será esta una nueva realidad en España? ¿Las familias ya no son ese refugio incondicional que nos vendieron?

Gabriel volvió corriendo:

—Mamá, ¿puedo invitar a Marcos a merendar?

Le sonreí forzadamente:

—Claro, cariño…

Mientras veía a mi hijo reírse bajo el sol de Madrid, sentí una mezcla de tristeza y resignación. ¿Estoy criando a Gabriel para que algún día también me vea como un estorbo? ¿O sabré romper este ciclo?

¿Vosotros también sentís que pedir ayuda a la familia es como pedir un favor? ¿Cuándo dejamos de ser tribu para convertirnos en extraños con lazos de sangre?