El eco de los faros: una noche que lo cambió todo

—¡Por favor, señora, no puede pasar!— gritó el guardia civil mientras agitaba la linterna frente a mi parabrisas. Eran casi las once y media de la noche y la niebla cubría la carretera secundaria que une el hospital de Valdemoro con mi casa en Ciempozuelos. Bajé la ventanilla, agotada, con el uniforme aún puesto y las manos temblorosas por el cansancio.

—Vivo a dos calles de aquí, acabo de salir del turno. ¿Ha pasado algo grave?— pregunté, intentando ver más allá del destello azul de los coches patrulla.

El agente dudó un segundo antes de responder:

—Un accidente. Mejor dé la vuelta y tome la circunvalación.

Resoplé, resignada. No era la primera vez que un accidente cortaba esa carretera, pero nunca pensé que esa noche sería diferente. Di la vuelta, maldiciendo en voz baja porque Lucas, mi hijo, no respondía a mis mensajes desde hacía horas. «Seguro que está con sus amigos en la plaza», pensé, intentando convencerme de que todo estaba bien.

Apenas cinco minutos después de rodear el pueblo, sonó mi móvil. El número era desconocido. Contesté con voz cansada:

—¿Sí?

—¿Carmen García?— La voz era grave y formal.— Le llamamos del Hospital Universitario. Su hijo Lucas ha sufrido un accidente. Necesitamos que venga urgentemente.

El mundo se detuvo. Sentí cómo el corazón me caía al estómago. No recuerdo cómo llegué al hospital; sólo recuerdo los faros de los coches, el frío en las manos y el temblor en las piernas.

Al llegar, vi a mi hermana Elena esperándome en la puerta de urgencias. Su cara lo decía todo: pálida, los ojos rojos y las manos apretando un pañuelo arrugado.

—Carmen…— intentó abrazarme, pero yo sólo quería ver a Lucas.

Corrí por los pasillos hasta llegar a la sala donde lo tenían. Allí estaba mi hijo, entubado, inconsciente, rodeado de máquinas que pitaban sin cesar. Su cara estaba llena de rasguños y su pierna derecha envuelta en vendas ensangrentadas.

Me desplomé junto a su cama.

—¿Por qué? ¿Por qué él?— sollozaba mientras le acariciaba el pelo. El médico, el doctor Ramiro, se acercó con gesto serio.

—Lucas ha sufrido un traumatismo craneoencefálico severo y múltiples fracturas. Está muy grave, Carmen.—

No podía dejar de pensar en la última vez que discutimos: esa misma mañana, porque no quería ir al instituto. «No entiendes nada, mamá», me gritó antes de dar un portazo. Y ahora estaba allí, luchando por su vida.

Las horas siguientes fueron un infierno. Mi exmarido, Antonio, llegó poco después. Hacía meses que apenas hablábamos salvo para discutir sobre Lucas. Nos miramos sin saber qué decirnos; el dolor era más fuerte que cualquier rencor pasado.

En la sala de espera se reunieron vecinos del barrio, amigos del instituto, incluso la profesora de matemáticas de Lucas. Todos querían saber qué había pasado realmente. La Guardia Civil vino a hablar conmigo:

—Su hijo iba en bicicleta por la carretera secundaria cuando un coche lo embistió y se dio a la fuga.—

Sentí una rabia sorda crecer dentro de mí. ¿Quién podía ser tan cobarde para dejar a un niño tirado en la cuneta?

Las semanas siguientes fueron una sucesión de días grises y noches interminables en vela junto a su cama. Elena me traía café y ropa limpia; Antonio y yo nos turnábamos para no dejarlo solo ni un minuto. La culpa me devoraba: si no hubiera aceptado ese turno extra… si le hubiera insistido más para que volviera antes a casa…

Una tarde, mientras le leía su libro favorito —Don Quijote, porque siempre decía que Lucas tenía algo de loco y soñador— sentí que apretaba mi mano débilmente.

—Mamá…— murmuró apenas audible.

Lloré como nunca antes lo había hecho. Los médicos decían que era buena señal, pero sabíamos que el camino sería largo: rehabilitación, operaciones, psicólogos… La vida tal como la conocíamos había terminado.

El pueblo entero se volcó con nosotros: organizaron rifas para pagar parte del tratamiento; los amigos de Lucas pintaron un mural en su honor en el instituto; incluso el alcalde vino a visitarnos al hospital.

Pero también hubo momentos oscuros: algunos vecinos murmuraban que los jóvenes iban demasiado rápido en bici por esa carretera; otros culpaban al ayuntamiento por no poner más iluminación o pasos de peatones. Yo sólo quería justicia para mi hijo y respuestas que nadie parecía poder darme.

Una noche, mientras velaba su sueño, Antonio se sentó a mi lado.

—Carmen… sé que hemos cometido errores, pero ahora sólo importa Lucas.—

Asentí en silencio. Por primera vez en años sentí que estábamos juntos en esto.

Hoy han pasado seis meses desde aquella noche maldita. Lucas camina con dificultad pero no ha perdido su sonrisa ni sus ganas de vivir. Yo sigo luchando contra la culpa y el miedo cada vez que sale solo a la calle.

A veces me pregunto si algún día podré perdonarme por no haber estado allí cuando más me necesitaba. ¿Cuántas veces dejamos pasar una llamada o una conversación importante pensando que habrá tiempo? ¿Y si mañana ya es tarde?

¿Vosotros también habéis sentido alguna vez ese peso insoportable de la culpa? ¿Qué haríais para seguir adelante cuando todo parece perdido?