El eco de mis pasos: La historia de un padre ausente en México
—¿Por qué no contestas, Julián? ¿Por qué te quedas callado? —La voz de Mariana temblaba, entre el miedo y la rabia, mientras sostenía en sus manos el resultado del ultrasonido. Tres corazones latiendo en su vientre y uno, el mío, a punto de estallar.
No podía mirarla a los ojos. Sentía el sudor frío bajando por mi espalda, el zumbido de la nevera vieja llenando el silencio de nuestra pequeña casa en Iztapalapa. Afuera, los perros ladraban y el bullicio de la ciudad seguía su curso, ajeno a la tormenta que se desataba en mi pecho.
—¿Trillizos, Mariana? ¿Cómo vamos a hacerle? Apenas y nos alcanza para la renta, y tú sabes que en la fábrica ya están despidiendo gente…
Ella se acercó, con lágrimas brillando en sus mejillas morenas. —Julián, no me dejes sola. No ahora. No con esto…
Pero yo ya no estaba ahí. Mi mente corría más rápido que mis palabras. Pensaba en mi padre, que se fue cuando yo tenía cinco años; en mi madre, que nunca pudo con todo; en los días de hambre y las noches de miedo. Pensaba en el peso insoportable de repetir la historia.
Esa noche no dormí. Caminé por las calles polvorientas hasta que amaneció. Vi a los niños jugando descalzos entre los charcos, a las madres regañando desde las ventanas. Sentí una rabia sorda contra la vida, contra mí mismo. Y cuando volví a casa, Mariana dormía abrazada al papel del ultrasonido.
No tuve el valor de despertarla. Tomé mi mochila, metí dos mudas de ropa y salí sin mirar atrás. El portazo fue mi despedida cobarde.
Los primeros meses fueron un infierno. Me fui al norte, buscando trabajo en Monterrey. Dormí en casas de amigos, luego en la calle. Lavé carros, cargué bultos en el mercado de abastos, vendí dulces en los camiones. Cada noche pensaba en Mariana y en los tres hijos que nunca vería nacer.
A veces llamaba a su hermana, Lucía, solo para escuchar si estaban bien. Ella me insultaba, me colgaba el teléfono. Me lo merecía.
Pasaron los años. Conseguí un trabajo estable como chofer de tráiler. Cruzaba la frontera cada semana, llevando mercancía a Laredo y regresando con historias que nadie quería escuchar. El dinero empezó a llegar, pero el vacío seguía ahí, creciendo como una herida mal cerrada.
Un día, mientras esperaba en una fonda de carretera, vi a una familia sentada cerca de la ventana: un hombre abrazando a su esposa y tres niños idénticos riendo con bocas llenas de frijoles y tortillas. Sentí un nudo en la garganta tan fuerte que tuve que salir corriendo al baño para no llorar frente a extraños.
Esa noche llamé a Lucía otra vez. —¿Cómo están? —pregunté con voz temblorosa.
—¿Ahora sí te acuerdas? —me respondió fría—. Mariana está enferma. Los niños preguntan por ti todos los días. Pero tú ya no existes para ellos.
Colgó antes de que pudiera decir algo más.
No dormí esa noche ni muchas otras después. El remordimiento me carcomía por dentro. Empecé a beber más de la cuenta, a buscar peleas con cualquiera que me mirara feo en los bares de carretera.
Un día desperté en una celda, con la cara hinchada y las manos ensangrentadas. El policía me miró con lástima: —¿Qué te pasa, compa? ¿A quién le fallaste?
No supe qué responderle.
Decidí volver a la Ciudad de México después de siete años. No sabía si Mariana seguiría ahí, si los niños me odiarían o si siquiera querrían verme. Caminé hasta la vieja casa con las paredes descascaradas y el portón oxidado.
Toqué la puerta con manos temblorosas. Abrió una niña de ojos grandes y cabello negro como el mío.
—¿Buscas a mi mamá? —me preguntó con desconfianza.
—Sí… Soy Julián —dije apenas audible—. Tu papá.
La niña me miró largo rato antes de gritar: —¡Mamá! ¡Es un señor!
Mariana salió al poco tiempo, más delgada y cansada, pero con esa dignidad que siempre admiré en ella. Me miró como si fuera un fantasma.
—¿Qué quieres? —me preguntó sin rodeos.
—Verlos… pedirles perdón… ayudarles si puedo…
Los trillizos salieron detrás de ella: dos niñas y un niño, idénticos entre sí y tan parecidos a mí que sentí un golpe en el pecho. Me miraron con curiosidad y algo de miedo.
—¿Por qué te fuiste? —preguntó el niño, directo como solo los niños pueden serlo.
No supe qué decirles. Me arrodillé frente a ellos y lloré como nunca antes lo había hecho.
Mariana me dejó entrar solo porque los niños insistieron. Me senté en la mesa donde alguna vez soñamos con una familia feliz. Les conté historias de mi infancia, les hablé del miedo que me hizo huir, del dolor que sentí cada día lejos de ellos.
—No hay excusa para lo que hice —dije al final—. Solo quiero pedirles perdón y estar aquí si ustedes me dejan.
El silencio fue largo y pesado. Mariana me miró con lágrimas contenidas:
—No sé si algún día pueda perdonarte del todo, Julián. Pero ellos merecen saber quién eres… aunque sea para entender por qué duele tanto tu ausencia.
Los niños se acercaron poco a poco. La más pequeña me abrazó primero; luego los otros dos se sumaron tímidamente. Sentí una mezcla de alivio y culpa imposible de describir.
Esa noche dormí en el sillón, escuchando sus risas desde el cuarto contiguo. Por primera vez en años sentí esperanza… pero también supe que nada volvería a ser igual.
Hoy sigo luchando por ganarme su confianza día tras día. Trabajo doble turno para ayudarles con lo poco que puedo darles ahora. Mariana y yo hablamos poco; hay heridas que tardan mucho en sanar.
A veces me pregunto si algún día podré perdonarme yo mismo por lo que hice… ¿Ustedes creen que es posible reconstruir una familia después de tanto daño? ¿O hay errores que simplemente no tienen vuelta atrás?