Entre la fe y el abismo: Mi vida entre la enfermedad de mi madre y las exigencias de mi marido
—¿Otra vez te vas a quedar en casa de tu madre? —La voz de Luis retumbó en el pasillo, seca, cortante, como un portazo invisible.
Me quedé quieta, con el abrigo en la mano y las llaves tintineando entre mis dedos. Afuera, la lluvia golpeaba los cristales del piso en Vallecas como si quisiera entrar y arrastrarlo todo. Mi madre llevaba semanas encamada, cada día más débil, y yo era su única hija. Pero Luis… Luis no entendía. O no quería entender.
—No puedo dejarla sola, Luis. Ya lo sabes —respondí, intentando que mi voz no temblara.
Él bufó, se pasó la mano por el pelo y giró hacia el salón, donde la televisión seguía encendida con el volumen demasiado alto. Sentí cómo se me encogía el pecho. No era la primera vez que discutíamos por esto, pero sí la primera que sentí que algo dentro de mí se rompía.
Mi madre, Rosario, había sido siempre una mujer fuerte. Viuda desde los 50 años, sacó adelante a mis hermanos y a mí limpiando casas ajenas. Ahora, con 78 años, la vida le devolvía los golpes en forma de una enfermedad que los médicos no sabían nombrar del todo. Yo iba cada tarde a su piso en Carabanchel para bañarla, darle de cenar y rezar juntas antes de dormir. Era nuestro pequeño ritual: un padrenuestro susurrado entre lágrimas y caricias.
Pero Luis… Luis quería una esposa presente, una casa ordenada, cenas calientes y sonrisas fáciles. Y yo ya no podía con todo.
Aquella noche, después de la discusión, salí bajo la lluvia sin paraguas. Caminé hasta el metro con el corazón desbocado y las mejillas ardiendo. En el vagón casi vacío, me pregunté en qué momento mi vida se había convertido en este campo de batalla silencioso.
Al llegar a casa de mi madre, la encontré despierta, mirando al techo con los ojos muy abiertos.
—¿Otra vez has llorado? —me preguntó en cuanto me vio.
No pude mentirle. Me senté a su lado y le conté todo: las discusiones con Luis, mi miedo a perderla a ella, mi cansancio infinito.
—Hija —me dijo, acariciándome el pelo como cuando era niña—, la vida nunca es justa. Pero Dios nunca abandona a quien reza de corazón.
Esa noche recé como nunca antes. Pedí fuerzas para no odiar a Luis por su egoísmo. Pedí paciencia para soportar los días eternos en el hospital. Pedí fe para no rendirme.
Los días siguientes fueron una sucesión de idas y venidas entre dos casas que ya no sentía mías. En casa con Luis, el silencio era un muro infranqueable; en casa de mi madre, el olor a medicinas y sopa me recordaba que el tiempo se acababa.
Una tarde, mientras le cambiaba las sábanas a mi madre, sonó mi móvil. Era Luis.
—No puedo más —me dijo sin rodeos—. O vuelves a casa o esto se acaba.
Sentí que el suelo desaparecía bajo mis pies. ¿Cómo podía elegir? ¿Cómo podía dejar sola a mi madre? ¿Cómo podía perder al hombre con el que había compartido veinte años?
Esa noche no dormí. Me senté junto a la ventana viendo cómo las luces de Madrid parpadeaban en la distancia. Pensé en mis hijos ya mayores, en cómo cada uno hacía su vida lejos de nosotros. Pensé en mi infancia pobre pero feliz, en los veranos en el pueblo de Ávila con mi madre cantando coplas mientras lavaba la ropa en el río.
Al amanecer, fui a misa. No soy una mujer especialmente religiosa, pero ese día sentí que necesitaba algo más grande que yo para sostenerme. Me senté al fondo de la iglesia y lloré en silencio mientras el cura hablaba del perdón y la compasión.
Cuando volví al hospital esa tarde, mi madre estaba peor. La enfermera me miró con lástima y me dijo que llamara a la familia. Llamé a mis hermanos: Carmen vino desde Sevilla; Paco desde Zaragoza. Nos reunimos junto a su cama y rezamos juntos por primera vez en años.
Luis no vino. Me mandó un mensaje frío: «Espero que tomes una decisión pronto».
El último día de mi madre fue luminoso y tranquilo. Me pidió que le cantara una nana antigua y me agarró la mano con fuerza.
—No tengas miedo —me susurró—. Haz lo que te dicte el corazón.
Cuando murió, sentí un vacío inmenso pero también una paz extraña. Había hecho lo correcto. Había estado con ella hasta el final.
Volví a casa de Luis con las maletas llenas de ropa y recuerdos. Él me miró desde la puerta sin decir nada. Durante días apenas hablamos; dormíamos espalda contra espalda como dos desconocidos.
Una tarde, mientras preparaba café, rompí el silencio:
—He perdido a mi madre, Luis. No quiero perderte también. Pero necesito que entiendas lo que he pasado.
Él bajó la mirada. Por primera vez vi lágrimas en sus ojos.
—No supe estar a tu altura —admitió—. Me sentí solo y tuve miedo de perderte.
Nos abrazamos largo rato, llorando juntos por todo lo perdido y lo que aún podíamos salvar.
Hoy sigo rezando cada noche. No porque espere milagros, sino porque necesito creer que hay algo bueno al final del dolor. Mi relación con Luis es frágil pero honesta; mis hermanos y yo hablamos más que nunca; y cuando echo de menos a mi madre, cierro los ojos y escucho su voz cantando bajito.
A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres viven atrapadas entre el deber y el amor? ¿Cuántos sacrificios invisibles hacemos cada día? ¿Y si la fe es simplemente confiar en que todo este dolor tiene sentido?