Tío, ¿por qué no estuviste cuando más te necesitaba?
—Tío, ¿puedo ir a verte esta tarde? —La voz de Lucía sonaba distinta, apagada, como si cada palabra le costara un mundo.
Miré el reloj. Eran las seis y media de un jueves cualquiera en Madrid, y yo acababa de llegar del trabajo, agotado y con la cabeza llena de informes y reuniones. Pero algo en su tono me hizo dejarlo todo.
—Claro, Lucía. Vente cuando quieras. Te espero aquí —le respondí, intentando sonar más animado de lo que me sentía.
No era la primera vez que Lucía me pedía ayuda, pero siempre había sido por cosas prácticas: que la llevara a algún sitio, que le prestara dinero para un libro o para salir con sus amigas. Esta vez, sin embargo, no pidió nada de eso. Solo quería hablar.
Cuando llegó, traía los ojos hinchados y el pelo recogido de cualquier manera. Se sentó en el sofá y se quedó mirando el suelo. Yo me senté a su lado, sin saber muy bien cómo empezar.
—¿Te ha pasado algo en casa? —pregunté al fin.
Lucía asintió, pero tardó en responder. El silencio se hizo tan denso que casi podía tocarlo.
—Mamá y papá no paran de discutir —susurró—. Y yo… yo no sé qué hacer. Me siento invisible.
Sentí una punzada de culpa. Mi hermana Carmen y su marido llevaban meses mal, pero yo siempre había pensado que los problemas de pareja eran cosa suya. Nunca imaginé cuánto podía afectar a Lucía.
—¿Has hablado con ellos? —intenté acercarme un poco más.
—No sirve de nada. Solo piensan en lo suyo. Mamá llora todo el día y papá llega cada vez más tarde. Yo… —se le quebró la voz— yo solo quiero que todo vuelva a ser como antes.
Me quedé callado. ¿Qué podía decirle? Yo mismo había evitado a mi familia durante años, refugiándome en el trabajo y en mis propias preocupaciones. Siempre pensé que ayudar era dar dinero o resolver problemas prácticos, pero nunca me detuve a escuchar de verdad.
Lucía siguió hablando, como si necesitara vaciarse:
—En el instituto tampoco me va bien. Los profesores dicen que estoy distraída, pero ¿cómo voy a concentrarme si en casa todo es un caos? A veces pienso que si desapareciera nadie lo notaría…
Me estremecí al oír esas palabras. Recordé mi propia adolescencia, cuando sentía que nadie me entendía y que mis padres solo se preocupaban por sus propios líos. Pero yo tuve un tío —el hermano de mi madre— que siempre estaba ahí para escucharme, aunque fuera solo para tomar un café y hablar de fútbol.
—Lucía, mírame —le pedí suavemente—. Yo sí te veo. Y te escucho. No tienes por qué pasar por esto sola.
Ella levantó la mirada y vi un destello de esperanza mezclado con miedo.
—¿De verdad?
—De verdad —le aseguré—. Si quieres venir aquí a estudiar o simplemente a desconectar, esta es tu casa. Y si necesitas hablar, aunque sea solo para desahogarte, llámame. No tienes que cargar con todo tú sola.
Lucía asintió y por primera vez en mucho tiempo la vi sonreír, aunque fuera tímidamente.
Pasamos la tarde hablando de todo y de nada: del instituto, de sus amigas, de los libros que le gustaban cuando era pequeña. Al despedirse, me abrazó con fuerza.
Esa noche no pude dormir. Me di cuenta de lo ciego que había estado. Siempre creí que ser buen tío era estar disponible para cosas puntuales, pero nunca pensé en el peso emocional que podía tener para Lucía mi simple presencia o ausencia.
Al día siguiente llamé a mi hermana Carmen. Hablamos largo rato sobre Lucía y sobre su matrimonio. Me confesó entre lágrimas que se sentía desbordada y sola. Le propuse ayudar más con Lucía, pasar tiempo con ella y estar más presentes como familia.
Durante las semanas siguientes, Lucía empezó a venir más a menudo a casa. A veces estudiábamos juntos; otras veíamos películas o simplemente paseábamos por el Retiro. Poco a poco fue recuperando la alegría y las ganas de luchar por sus sueños.
Pero también aprendí algo importante: los adultos muchas veces subestimamos el dolor de los jóvenes, pensando que sus problemas son pasajeros o menos graves que los nuestros. Nos olvidamos de escucharles de verdad.
Un día, mientras tomábamos un café en una terraza del barrio de Chamberí, Lucía me miró fijamente:
—Tío, gracias por estar ahí cuando más lo necesitaba.
Sentí un nudo en la garganta. No supe qué decirle. Solo le sonreí y le apreté la mano.
Ahora sé que nunca es tarde para cambiar y estar presente para quienes nos necesitan. Pero también me pregunto: ¿cuántas veces dejamos solos a los nuestros sin darnos cuenta? ¿Cuántos jóvenes como Lucía sienten que nadie les escucha?
¿Y vosotros? ¿Habéis sentido alguna vez que vuestra familia no os veía? ¿O habéis sido ese adulto ausente sin quererlo?