La última carta de mi madre: Un invierno en Salamanca

—¿Por qué no me lo dijiste antes, mamá? —grité, con la voz quebrada, mientras el reloj del salón marcaba las once y media de la noche. Mi madre, sentada en el sillón azul junto a la ventana, apretaba entre los dedos una carta arrugada. Afuera, las luces de Salamanca parpadeaban como si también ellas estuvieran a punto de apagarse.

—No quería preocuparte, Diego —susurró ella, sin mirarme—. Ya tienes bastante con lo tuyo.

Lo mío. Como si mis exámenes finales o mis problemas con Lucía, mi novia, pudieran compararse con un diagnóstico de cáncer. Me senté a su lado, sintiendo cómo el frío del invierno se colaba por las rendijas de la ventana y se instalaba en mi pecho.

—¿Y papá? ¿Lo sabe?

Ella negó con la cabeza. Mi padre llevaba meses trabajando en Madrid, volviendo solo los fines de semana. Siempre decía que era por nosotros, por el futuro. Pero yo sabía que era porque no soportaba la rutina ni los silencios incómodos que llenaban nuestra casa desde que mi hermana Marta se fue a Barcelona.

—No quiero que se entere aún —dijo mi madre—. No hasta que esté segura de lo que va a pasar.

Me quedé callado. ¿Cómo podía pedirle eso? ¿Cómo podía cargar yo solo con ese secreto?

Esa noche no dormí. Me pasé horas mirando el techo, rezando por primera vez en años. No sabía si creía en Dios, pero necesitaba aferrarme a algo. Recordé cuando era niño y mi abuela me llevaba a la catedral para encender velas. Siempre decía que la fe era como una manta en invierno: no te quitaba el frío, pero lo hacía soportable.

Al día siguiente, fui a clase como un autómata. Mis amigos notaron que algo iba mal, pero no dije nada. Solo Lucía insistió:

—Diego, ¿qué te pasa? Últimamente estás distante.

Quise contarle la verdad, pero las palabras se me atragantaron. ¿Cómo explicar que sentía que el suelo se abría bajo mis pies?

Las semanas pasaron entre visitas al hospital y mentiras piadosas. Mi madre fingía estar bien delante de todos, pero yo veía cómo se le caía el pelo en la ducha y cómo sus manos temblaban al preparar la cena. Una noche, mientras recogíamos la mesa, exploté:

—¡No puedes seguir fingiendo! ¡Papá tiene derecho a saberlo!

Ella dejó caer un vaso al suelo. El ruido me hizo temblar.

—¿Y si se va? —susurró—. ¿Y si no puede soportarlo?

Por primera vez vi miedo en sus ojos. No al dolor físico, sino al abandono. Me sentí egoísta por presionarla, pero también furioso con mi padre por no estar allí.

Finalmente, Marta volvió de Barcelona para Navidad. Al verla entrar por la puerta con su maleta roja, sentí una mezcla de alivio y resentimiento. Ella siempre había sido la favorita, la fuerte, la que nunca lloraba.

Esa noche cenamos juntos por primera vez en meses. Mi madre intentó bromear sobre el pavo seco y las luces del árbol torcidas, pero nadie reía de verdad. Después de los postres, Marta me miró fijamente:

—¿Qué está pasando aquí? Mamá no es la misma.

No pude más y rompí a llorar delante de todos. Mi padre se levantó bruscamente y salió al balcón. Marta abrazó a mamá y le susurró algo al oído.

A partir de ese momento, todo cambió. Mi padre empezó a venir más seguido; incluso pidió una excedencia en el trabajo. Marta y yo nos turnábamos para acompañar a mamá al hospital. La casa se llenó de silencios incómodos y discusiones absurdas: sobre quién hacía la compra, sobre cómo repartir las tareas, sobre si debíamos contarle a los vecinos.

Una tarde, mientras esperaba con mamá en la sala de oncología, ella me tomó la mano:

—Diego, ¿tú crees en Dios?

Me pilló desprevenido.

—No lo sé —admití—. Pero rezo todas las noches para que te pongas bien.

Ella sonrió débilmente.

—A veces la fe no es creer que todo saldrá bien, sino aceptar que pase lo que pase podremos soportarlo juntos.

Sus palabras me acompañaron durante los meses siguientes. Hubo días buenos y días malos; días en los que parecía que todo mejoraba y otros en los que el miedo nos devoraba vivos.

Un día recibimos una carta del hospital: los resultados eran mejores de lo esperado. Lloramos todos juntos en el salón, abrazados como si fuéramos niños asustados por una tormenta.

Pero la vida no volvió a ser igual. Mi madre nunca recuperó del todo su energía; mi padre y yo seguimos distantes; Marta volvió a Barcelona con una tristeza nueva en los ojos.

A veces pienso en aquella noche en la que todo empezó y me pregunto: ¿cuántas familias viven historias como la nuestra sin atreverse a hablar? ¿Cuántos secretos guardamos por miedo al dolor?

¿De verdad es mejor callar para proteger a los demás o deberíamos aprender a compartir el peso del sufrimiento? ¿Qué haríais vosotros?