La Reina del Barrio: El Orgullo de Abuela Carmen

—¡Que no, Lucía, que mi nieto es el mejor de todos! —gritó mi abuela Carmen desde la ventana, con esa voz que retumbaba en todo el patio interior de nuestro bloque en Vallecas. Yo, con apenas trece años, me escondía tras la cortina, deseando que la tierra me tragara. Sabía que en realidad sólo me había visto tres veces en mi vida, pero para ella eso no importaba. Lo que contaba era el relato, la imagen que proyectaba ante las vecinas.

—¿Y cuándo viene a verte, Carmen? —preguntó la señora Rosario, con ese tono entre curiosidad y malicia.

—¡Ay, mujer! Si es que está siempre tan ocupado… ¡Es un genio! El otro día salió en el periódico, ¿no lo viste? —respondía mi abuela, inventando sin pestañear. Yo apretaba los puños. Ni periódico ni nada; yo era un chaval normal, con mis notas mediocres y mis problemas en el instituto.

Mi madre, Mercedes, suspiraba cada vez que escuchaba a su madre presumir. —Déjala, hija —me decía—. Si eso le hace feliz… Pero yo no podía evitar sentirme como un fantasma en mi propia familia.

La verdad es que mi abuela Carmen nunca fue esa mujer cálida de los anuncios de turrón. Era una mujer dura, hecha a sí misma, que había criado sola a sus tres hijos tras la muerte de mi abuelo en un accidente en la fábrica de automóviles. Siempre trabajó limpiando casas ajenas y nunca permitió que nadie la viera llorar. Pero ese orgullo suyo… ese maldito orgullo…

Recuerdo una tarde especialmente fría de diciembre. Mi madre y yo fuimos a su casa porque era su cumpleaños. Llevábamos una tarta comprada en el supermercado y una bufanda que habíamos tejido entre las dos. Al entrar, el aroma a cocido llenaba el piso pequeño y desordenado.

—¡Por fin llegáis! —exclamó Carmen—. Ya estaba pensando que os habíais olvidado de mí. Anda, Lucía, ven aquí y dame un beso a tu abuela.

Me acerqué tímida. Su abrazo era fuerte, casi asfixiante. Me miró de arriba abajo y luego se giró hacia mi madre:

—¿Ves? ¡Qué guapa está! Eso es sangre mía.

Durante la comida, Carmen no paró de contar historias sobre mí: que si yo era el mejor en matemáticas, que si había ganado un concurso de dibujo (mentira), que si los profesores decían maravillas de mí. Mi madre intentaba corregirla con delicadeza:

—Bueno, mamá, Lucía hace lo que puede…

Pero Carmen la interrumpía:

—¡Nada de modestias! Si es igualita que yo cuando era joven.

Yo sentía una mezcla de rabia y vergüenza. ¿Por qué tenía que mentir así? ¿Por qué necesitaba tanto aparentar?

Después del postre, mientras mi madre fregaba los platos, me quedé sola con Carmen en el salón. Ella encendió un cigarrillo y me miró fijamente.

—Tú no entiendes nada todavía, Lucía —me dijo—. En esta vida hay que ser alguien. Si no lo eres, te pisan.

—Pero abuela… ¿por qué dices cosas que no son verdad?

Ella soltó una carcajada seca.

—¿Verdad? ¿Y qué es la verdad? Lo que importa es lo que la gente cree. Si creen que eres grande, lo eres.

Aquella noche volví a casa dándole vueltas a sus palabras. No podía dormir. Me preguntaba si alguna vez mi abuela había sido feliz o si siempre había estado luchando contra el mundo.

Con los años, la distancia entre nosotras creció. Mi madre y yo nos mudamos a otro barrio y las visitas se hicieron aún más esporádicas. Pero cada vez que pasábamos por allí, las vecinas seguían saludando a Carmen como si fuera una celebridad.

Un día recibimos una llamada del hospital: Carmen había sufrido un infarto. Corrimos a verla. Estaba pálida y frágil en la cama, muy distinta a la mujer fuerte que yo recordaba.

—Lucía… —susurró cuando me acerqué—. ¿Sabes? A veces me inventaba cosas porque tenía miedo de quedarme sola…

Me quedé sin palabras. Por primera vez vi a mi abuela sin su armadura de orgullo.

Murió esa misma noche. En el funeral, las vecinas lloraban y contaban anécdotas sobre ella: cómo ayudaba a todos, cómo organizaba las fiestas del barrio, cómo siempre tenía una palabra amable para quien lo necesitara. Yo escuchaba en silencio, preguntándome cuántas de esas historias serían ciertas y cuántas inventadas.

Al final del día, mientras recogíamos las flores marchitas del cementerio, mi madre me abrazó:

—Tu abuela era muchas cosas… pero sobre todo era humana.

Ahora, años después, sigo pensando en ella cada vez que alguien presume o exagera sus logros. Me pregunto si todos llevamos dentro ese miedo a no ser suficientes, ese deseo de ser admirados aunque sea por un instante.

¿Y vosotros? ¿Alguna vez habéis sentido la necesidad de aparentar algo ante los demás? ¿Hasta dónde llega el precio del orgullo?