Entre Dos Deseos: Aquella Nochevieja Que Lo Cambió Todo

—¿De verdad, Lucía? ¿Otra vez quieres quedarte en casa como una vieja? —La voz de Alejandro retumbó en el pasillo, mientras yo, con el abrigo aún en la mano, dudaba entre salir o encerrarme en el baño a llorar.

Era 31 de diciembre y Madrid vibraba con esa energía eléctrica que solo se siente cuando el año está a punto de morir. Las luces navideñas colgaban de los balcones, los vecinos reían en la escalera, y yo solo quería silencio. Alejandro, en cambio, llevaba semanas planeando una fiesta en casa de su amigo Sergio, en el barrio de Salamanca. «Será la mejor Nochevieja de nuestras vidas», repetía, como si la felicidad dependiera de copas caras y selfies con desconocidos.

—No es eso, Alejandro. Solo… este año ha sido muy duro para mí. Quiero algo tranquilo, estar contigo, hablar, no tener que fingir sonrisas —intenté explicarle, pero él ya había girado la cabeza, frustrado.

—Siempre igual. ¿Sabes lo que dicen mis amigos? Que eres una sosa. Que desde que estamos juntos ya no salgo nunca. ¿Eso es lo que quieres? ¿Que me quede aquí encerrado contigo como dos abuelos?

Me dolieron sus palabras más de lo que esperaba. No era la primera vez que discutíamos por esto, pero aquella noche sentí que algo se rompía por dentro. Pensé en mi madre, en cómo siempre me decía: «Lucía, no te olvides de ti misma por nadie». Pero también recordé a mi abuela, que aguantó tempestades por mantener unida a la familia.

El reloj marcaba las nueve y media cuando Alejandro salió dando un portazo. Me quedé sola en el salón, rodeada de serpentinas y uvas preparadas para las campanadas. Miré el móvil: mensajes de mi hermana Carmen preguntando si iríamos a la fiesta familiar, fotos de mis amigas brindando en terrazas del centro. Sentí una soledad tan densa que casi podía tocarla.

A las diez y cuarto, llamaron al timbre. Era mi vecina Pilar, con su hijo pequeño dormido en brazos.

—Perdona, Lucía… ¿Podrías quedarte con Marcos un rato? Tengo que bajar al portal a ayudar a mi madre con las bolsas —me pidió con voz cansada.

Asentí sin pensarlo. Mientras Marcos dormía en el sofá, me senté a su lado y acaricié su pelo. Me pregunté cuándo fue la última vez que Alejandro y yo nos miramos así, sin prisas ni reproches.

A las once y media, Alejandro volvió. Olía a colonia fuerte y a rabia contenida.

—¿Qué hace el niño aquí? —preguntó seco.

—Pilar necesitaba ayuda —respondí bajito.

Se sentó frente a mí y durante unos minutos solo se escuchó el tic-tac del reloj y la respiración suave de Marcos.

—¿Por qué no puedes ser como las demás? —susurró Alejandro al fin—. ¿Por qué siempre tienes que llevarme la contraria?

Sentí un nudo en la garganta. Me levanté despacio y fui a la cocina a por dos copas de cava. Volví y le tendí una.

—No soy como las demás porque no quiero fingir ser feliz cuando no lo soy —le dije—. Y tú tampoco deberías hacerlo.

Él bajó la mirada. Por primera vez en mucho tiempo, vi tristeza en sus ojos, no solo enfado.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó casi en un susurro.

Me senté a su lado. El niño seguía dormido entre nosotros, ajeno al drama de los adultos.

—No lo sé —admití—. Pero esta noche no quiero pelear más. Solo quiero que sepas cómo me siento. Que estoy cansada de intentar ser quien no soy para hacerte feliz.

Alejandro suspiró hondo. Se quedó callado un rato largo, mirando las luces del árbol de Navidad reflejadas en la ventana.

—Yo tampoco soy feliz así —confesó al fin—. Echo de menos cuando nos reíamos por cualquier tontería. Cuando no necesitábamos fiestas para sentirnos vivos.

Las campanadas nos sorprendieron abrazados, llorando en silencio mientras Pilar recogía a su hijo dormido y nos deseaba feliz año con una sonrisa triste.

Esa noche no hubo fiesta ni brindis multitudinario. Solo dos personas enfrentándose a sus miedos y a la verdad incómoda de que el amor no siempre basta para tapar las grietas.

Hoy, meses después, sigo preguntándome si hice bien en quedarme o si debí marcharme aquella noche. ¿Cuánto estamos dispuestos a sacrificar por mantener viva una relación? ¿Dónde está el límite entre ceder y perderse a uno mismo?

¿Y vosotros? ¿Alguna vez habéis sentido que os perdéis intentando salvar algo que ya no os pertenece?