La puerta cerrada y la bandeja de bollos: Cuando la familia se convierte en extraño

—¿Por qué no contestan? —le susurré a Lucía, mi hija, mientras apretaba la bandeja de bollos recién hechos contra el pecho. El timbre resonó por tercera vez en el portal del piso de mi hermana, en un barrio cualquiera de Valladolid, y el silencio fue la única respuesta. Lucía, con sus diez años y su vestido azul, me miró con esos ojos grandes que heredó de su padre—. Mamá, ¿seguro que nos esperan?

La pregunta me atravesó como un cuchillo. No podía mostrarle mi miedo, ni la vergüenza que me quemaba por dentro. Habían pasado dos años desde la última vez que pisé esa casa. Dos años de mensajes ignorados, de llamadas sin respuesta, de cumpleaños celebrados sin nosotras. Pero hoy era el setenta cumpleaños de mi madre. Hoy tenía que ser diferente.

—Claro que sí, cariño —mentí, forzando una sonrisa—. Seguro que están ocupados en la cocina.

Pero la verdad era otra. Sabía que mi hermana Carmen nunca me perdonó aquella discusión absurda sobre la herencia de papá. Sabía que mi hermano Antonio prefería no meterse en líos y que mamá, tan frágil desde el ictus, dependía demasiado de ellos para atreverse a contradecirlos. Aun así, había horneado los bollos con la receta de la abuela, esa que todos adoraban cuando éramos niños y la casa olía a canela y azúcar.

De pronto, escuché pasos al otro lado de la puerta. Un murmullo ahogado, como si dudaran si abrir o no. Mi corazón latía tan fuerte que temí que Lucía lo notara. Finalmente, la puerta se entreabrió apenas unos centímetros y apareció el rostro tenso de Carmen.

—¿Qué hacéis aquí? —preguntó sin disimular el fastidio.

—Venimos a felicitar a mamá —respondí, intentando mantener la voz firme—. He traído bollos…

Carmen miró la bandeja como si fuera una amenaza. Detrás de ella, Antonio asomó la cabeza y luego desapareció rápidamente hacia el salón.

—No sé si es buena idea —dijo Carmen bajando la voz—. Mamá está cansada y… no quiere disgustos.

Sentí cómo se me encogía el alma. Lucía apretó mi mano con fuerza.

—Solo queremos verla un momento —insistí—. No vamos a quedarnos mucho tiempo.

Carmen suspiró y abrió un poco más la puerta. Nos dejó pasar al recibidor, pero no más allá. El olor a comida recién hecha flotaba en el aire, mezclado con risas y voces apagadas desde el salón. Pero para nosotras solo había frío y distancia.

—Dejad los abrigos aquí —dijo Carmen sin mirarnos—. Ahora aviso a mamá.

Lucía me miró buscando respuestas. Yo solo pude acariciarle el pelo y sonreírle con tristeza.

Esperamos varios minutos en ese pasillo estrecho, rodeadas de fotos familiares en las que ya no estábamos. En una, yo tenía veinte años y abrazaba a Carmen en una playa de Benidorm; en otra, Antonio sostenía a Lucía cuando era bebé. Ahora esas imágenes parecían pertenecer a otra vida.

Finalmente, mamá apareció apoyada en su bastón, más pequeña y encogida que nunca. Sus ojos se iluminaron al vernos.

—¡Marina! ¡Lucía! —exclamó con voz temblorosa—. Qué alegría veros…

Corrí a abrazarla antes de que Carmen pudiera impedirlo. Mamá olía a colonia Nenuco y a nostalgia.

—Feliz cumpleaños, mamá —susurré mientras sentía cómo se le humedecían los ojos.

Lucía le entregó un dibujo hecho con esmero: una tarta enorme rodeada de corazones.

—Gracias, mi niña —dijo mamá besándola en la frente.

Pero el momento duró poco. Carmen se aclaró la garganta y nos miró con impaciencia.

—Mamá tiene que descansar —anunció—. Además, los demás están esperando para soplar las velas.

Me mordí el labio para no llorar delante de Lucía. Le entregué la bandeja de bollos a Carmen.

—He pensado que podríais compartirlos después de la comida…

Carmen los aceptó sin decir nada y desapareció hacia la cocina. Mamá me apretó la mano con fuerza.

—No te vayas triste —me susurró al oído—. Yo siempre te llevo aquí dentro.

Nos despedimos rápido, como si fuéramos intrusas en nuestra propia familia. Al salir al rellano, Lucía rompió el silencio:

—¿Por qué no quieren que estemos con ellos?

No supe qué responderle. Caminamos hasta el coche bajo un cielo gris plomizo. En el retrovisor vi cómo Carmen cerraba la puerta tras nosotras sin mirar atrás.

Esa tarde, mientras Lucía dormía abrazada a su peluche favorito, me senté en la cocina mirando la bandeja vacía que había dejado sobre la mesa antes de salir. Me pregunté si alguien habría probado siquiera uno de mis bollos o si seguirían intactos en algún rincón del frigorífico, olvidados como nosotras.

Pensé en todas las veces que discutimos por tonterías; en cómo los silencios se hicieron costumbre; en lo fácil que es perderse entre rencores y lo difícil que es volver a encontrarse cuando las heridas supuran bajo cada palabra no dicha.

¿De verdad una familia puede romperse así? ¿O es posible reconstruir los puentes aunque parezcan quemados para siempre?

A veces me pregunto si algún día volveremos a sentarnos todos juntos alrededor de una mesa, riendo como antes… ¿O será que hay puertas que nunca vuelven a abrirse?