El día que volví a mirar a mi padre a los ojos

—¿Por qué has venido? —pregunté, con la voz temblorosa, mientras giraba la cucharilla en el café frío.

Mi padre me miró como si no entendiera la pregunta. Tenía las mismas manos que yo, largas y huesudas, y los mismos ojos grises que todos decían que eran su herencia. Pero en ese momento, sentí que no compartíamos nada más.

Él se encogió de hombros y apartó la mirada hacia la ventana empañada por la lluvia madrileña. —No lo sé, Lucía. Supongo que… necesitaba verte.

Veinte años. Veinte años desde que cerró la puerta de casa en Vallecas y desapareció de mi vida. Yo tenía siete años y la última imagen que guardo es la de su espalda alejándose por el pasillo, mientras mi madre lloraba en la cocina y mi abuela me apretaba fuerte contra su pecho.

Durante años, todos decían que era igual que él. «Tienes sus ojos», repetía mi abuela, como si eso fuera suficiente para llenar el hueco que dejó. Mi madre nunca hablaba de él. En casa, su nombre era un susurro prohibido, una herida abierta que nadie quería tocar.

Crecí aprendiendo a no preguntar. Aprendí a fingir que no me dolía cuando veía a mis amigas salir del colegio de la mano de sus padres. Aprendí a sonreír cuando mi madre me decía que éramos suficientes las dos, aunque yo sentía que siempre faltaba algo.

A los diecisiete, encontré una caja con cartas viejas en el armario de mi abuela. Eran cartas de mi padre a mi madre, escritas cuando aún se querían. Leí cada palabra como si buscara una pista, una explicación para su marcha. Pero solo encontré promesas rotas y sueños que nunca se cumplieron.

Hoy, sentados frente a frente en esta cafetería del centro, siento que el tiempo se ha detenido. Él parece más viejo de lo que recordaba, pero hay algo en su forma de mover las manos, en el parpadeo nervioso, que me resulta familiar.

—¿Sabes qué día es hoy? —le pregunto, sin poder evitarlo.

Me mira sorprendido. Parpadea dos veces y baja la vista al plato vacío.

—No… No lo recuerdo —responde al fin.

Siento un nudo en la garganta. Hoy es mi cumpleaños. Treinta años. Y él no lo recuerda. Me río por dentro, un sonido hueco y amargo.

—Hoy cumplo treinta —le digo, casi en un susurro.

Él asiente y se pasa la mano por el pelo canoso.

—Lo siento, Lucía. No… no me acordaba.

Durante un segundo, veo en sus ojos una tristeza profunda, casi infantil. Pero no sé si es suficiente para perdonarle.

—¿Por qué te fuiste? —pregunto al fin, sin rodeos.

Él suspira y mira sus manos temblorosas.

—Era joven… cobarde… No supe cómo quedarme cuando todo se vino abajo con tu madre. Pensé que sería mejor para ti… para todos.

—¿Mejor? —repito, sintiendo cómo la rabia me sube por dentro—. ¿Mejor dejarme sin padre? ¿Mejor desaparecer sin decir nada?

La gente en la cafetería habla bajo, ajena a nuestro drama. Afuera sigue lloviendo y las luces de los coches se reflejan en los charcos.

—No hay excusa —admite él—. Solo quería pedirte perdón… aunque sé que no lo merezco.

Me quedo callada. Recuerdo las noches en las que soñaba con su regreso, los cumpleaños en los que soplaba las velas pidiendo que volviera. Recuerdo también cómo aprendí a vivir sin él, cómo me hice fuerte a base de ausencias.

—¿Tienes otra familia? —pregunto de repente.

Él asiente despacio.

—Sí. Tengo dos hijos pequeños… Viven en Alcorcón con su madre.

Siento una punzada de celos y tristeza. Él ha sido padre para otros niños mientras yo crecía buscándole en cada hombre desconocido por la calle.

—¿Y ellos saben de mí? —pregunto.

—No… No les he hablado de ti —admite avergonzado—. No sabía cómo hacerlo.

Me levanto despacio y recojo mi abrigo. No sé si quiero abrazarle o gritarle. Él también se pone de pie y me mira suplicante.

—Lucía…

Le miro por última vez, buscando algo en su rostro que me ayude a entenderle o a perdonarle. Pero solo veo un hombre roto por sus propias decisiones.

—No sé si algún día podré perdonarte —le digo—. Pero necesitaba verte para saber que existes… y para decirte adiós.

Salgo a la calle bajo la lluvia y respiro hondo. Siento el peso de todos estos años caer sobre mis hombros, pero también una extraña sensación de alivio.

¿De verdad podemos dejar atrás el pasado? ¿O siempre seremos esclavos de las heridas que nos marcaron cuando éramos niños?