El día que mi hija me prohibió ir a su boda
—Mamá, no quiero que vengas a mi boda.
La frase retumbó en el salón como un trueno inesperado. Lucía ni siquiera levantó la vista de la taza de café. Yo me quedé helada, con la cuchara suspendida en el aire, incapaz de procesar lo que acababa de oír. ¿Mi hija? ¿La niña con la que compartí confidencias, risas y lágrimas durante treinta años? ¿La misma que me llamaba a las dos de la mañana para contarme sus penas de amor?
—¿Cómo que no quieres que vaya? —logré balbucear, sintiendo cómo el suelo se abría bajo mis pies.
Lucía suspiró, apartando un mechón de su pelo castaño detrás de la oreja. —Mamá, no quiero discutir. Sergio y tú… no os lleváis bien. No quiero dramas el día de mi boda.
Me mordí el labio para no llorar. Recordé las tardes de compras por la Gran Vía, las noches de risas viendo películas antiguas en casa, los paseos por El Retiro cuando ella era pequeña y se agarraba fuerte a mi mano. ¿En qué momento se había roto todo?
Sergio apareció hace tres años. Un chico serio, ingeniero, con una familia de esas que parecen sacadas de una postal: padres abogados, hermana médico, todos viviendo en un chalet en Pozuelo. Desde el principio sentí que me miraba por encima del hombro. No le gustaba mi trabajo como dependienta en una panadería ni mis bromas sobre política. Lucía empezó a cambiar: menos llamadas, menos confidencias, más silencios incómodos.
Una tarde, después de una comida familiar en la que Sergio me corrigió delante de todos por decir «cocreta» en vez de «croqueta», Lucía me llamó al salir del restaurante.
—Mamá, podrías esforzarte un poco más con Sergio. Él solo quiere lo mejor para mí.
—¿Y yo no? —le respondí con voz temblorosa.
—No es lo mismo —dijo ella, y colgó.
Desde entonces, cada encuentro era un campo de minas. Yo intentaba agradar, pero cualquier comentario mío parecía molestarle. Si hablaba de mi infancia en Vallecas, Sergio ponía cara de aburrimiento; si contaba alguna anécdota graciosa del barrio, él cambiaba de tema. Lucía se fue distanciando poco a poco.
El día que me enseñó el anillo de compromiso, noté que algo se había roto entre nosotras. No hubo abrazo ni lágrimas de alegría; solo una sonrisa forzada y un «ya te avisaré para la prueba del vestido». Nunca llegó esa invitación.
Ahora, sentada frente a ella en nuestra cocina —la misma donde le enseñé a hacer tortilla de patatas y donde curamos juntas sus primeros desamores—, sentí que la perdía para siempre.
—¿De verdad crees que voy a montar un numerito en tu boda? —pregunté con voz rota.
Lucía bajó la mirada. —No es eso… Es solo que Sergio no se siente cómodo contigo. Y yo tampoco últimamente.
Me levanté despacio, intentando mantener la dignidad. —¿Y todo lo que hemos vivido? ¿Eso ya no cuenta?
Ella no respondió. El silencio fue más cruel que cualquier palabra.
Esa noche no dormí. Di vueltas en la cama recordando cada momento juntas: los carnavales disfrazadas de sevillanas, los veranos en Benidorm con bocadillos de tortilla en la playa, las tardes lluviosas jugando al parchís. ¿Cómo podía mi hija renunciar a todo eso por un hombre?
Durante semanas intenté acercarme: le mandé mensajes preguntando por los preparativos, le propuse ir juntas a buscar zapatos… Siempre tenía una excusa: «Estoy liada», «Ya he quedado con la madre de Sergio», «No hace falta».
Un domingo por la mañana llamé a su puerta sin avisar. Me abrió Sergio, con cara de pocos amigos.
—¿Está Lucía?
—Está ocupada —respondió seco—. Mejor llama antes la próxima vez.
Me marché sintiéndome una intrusa en la vida de mi propia hija.
Mi hermana Carmen intentó animarme:
—No te preocupes, mujer. Ya se le pasará. Cuando tenga hijos volverá a buscarte.
Pero yo sabía que algo profundo había cambiado. No era solo Sergio; era el mundo al revés: ahora yo era la extraña y él la familia.
El día de la boda llegó y yo me quedé en casa. Puse la radio para no oír el silencio y lloré como nunca antes lo había hecho. Por la tarde recibí una foto por WhatsApp: Lucía vestida de blanco, radiante junto a Sergio y sus padres. Ni una palabra para mí.
Esa noche salí a pasear por Madrid sola, entre parejas felices y familias cenando en terrazas. Me sentí invisible, como si mi vida hubiera perdido sentido.
Hoy escribo esto porque necesito entender: ¿En qué momento perdí a mi hija? ¿Fue culpa mía por no aceptar a Sergio? ¿O fue ella quien eligió alejarse? ¿Cuántas madres españolas estarán pasando por lo mismo ahora mismo?
¿De verdad los hijos pueden olvidarse así de quienes les dieron todo? ¿Qué haríais vosotras en mi lugar?