La otra vida de Fernando: Cuando el amor se convierte en mentira

—¿Por qué llegas tan tarde otra vez, Fernando? —pregunté, intentando que mi voz no temblara mientras él dejaba las llaves sobre la mesa del recibidor.

Él ni siquiera me miró. Se quitó la chaqueta y murmuró algo sobre una reunión interminable en la oficina. Pero yo ya no le creía. Llevaba semanas notando su distancia, su móvil siempre en silencio, las llamadas que contestaba en el balcón, los fines de semana «de trabajo» en Madrid cuando su empresa está en Valladolid. Veintitrés años juntos, un hijo en la universidad, una hipoteca a medias y una vida que creía sólida como una roca. Qué ingenua fui.

Esa noche no dormí. Me quedé mirando el techo, repasando cada detalle de los últimos meses. ¿Cuándo empezó a mentirme? ¿En qué momento dejó de ser mi Fernando para convertirse en un desconocido?

Al día siguiente, mientras él se duchaba, revisé su móvil. Nunca lo había hecho antes. Me temblaban las manos. Encontré mensajes de una tal «Lola». Palabras cariñosas, fotos de cenas, incluso una reserva de hotel en Salamanca. Sentí que el suelo se abría bajo mis pies.

No lloré. No aún. Me vestí y salí a la calle, caminando sin rumbo por las calles de Valladolid. El aire frío me despejó las ideas. Tenía que saber la verdad. No podía seguir viviendo en la mentira.

Durante días recopilé pruebas: facturas, mensajes, llamadas. Descubrí que «Lola» era Lucía, una mujer de Palencia. Tenía dos hijos pequeños y, según sus redes sociales, un marido «maravilloso» llamado Fernando. Mi Fernando.

El día que decidí enfrentarle, esperé a que saliera para seguirle en coche. Le vi entrar en un bloque de pisos antiguo, subir sin mirar atrás. Esperé media hora y subí tras él. Llamé al timbre del 3ºB con el corazón desbocado.

Abrió una mujer de mi edad, con el pelo recogido y ojeras profundas. Nos miramos unos segundos, como si nos reconociéramos sin habernos visto nunca.

—¿Buscas a Fernando? —preguntó ella con voz cansada.

—Sí —respondí—. Soy su esposa.

El silencio fue tan denso que casi podía tocarlo. Lucía se apartó y me dejó pasar. Dentro, Fernando estaba sentado en el sofá con un niño pequeño en brazos y una niña jugando en el suelo.

—¿Qué haces aquí, Carmen? —balbuceó él, pálido como un fantasma.

—Eso mismo me pregunto yo —dije—. ¿Qué hago aquí? ¿Qué haces TÚ aquí?

Lucía se sentó a mi lado. No lloró tampoco. Solo me miró y dijo:

—Yo tampoco sabía nada. Creía que era mi marido desde hace diez años.

Fernando intentó justificarse: «No quería haceros daño… Os quiero a las dos… No sé cómo ha pasado esto…» Pero sus palabras eran huecas, repugnantes.

Me marché sin mirar atrás. Lucía me siguió hasta la calle y allí nos abrazamos sin conocernos, unidas por el mismo dolor y la misma traición.

Volví a casa y vacié su armario. Llamé a mi hijo Pablo y le conté la verdad entre sollozos. Él me abrazó fuerte:

—Mamá, no es culpa tuya. No te mereces esto.

Los días siguientes fueron un infierno: llamadas de familiares, chismes de vecinos, abogados y papeles de divorcio. Mi madre me repetía:

—Carmen, tienes que ser fuerte por ti y por Pablo.

Pero yo solo quería desaparecer.

Una tarde recibí un mensaje de Lucía: «¿Te apetece tomar un café?» Dudé, pero fui. Nos sentamos en una cafetería del centro y hablamos durante horas. Compartimos historias, miedos y sueños rotos. Descubrimos que Fernando había tejido una red de mentiras tan perfecta que ninguna sospechamos nada durante años.

—¿Cómo se puede vivir así? —preguntó Lucía—. ¿Cómo se puede amar a dos personas y mentirles cada día?

No supe qué responderle.

Poco a poco fui reconstruyendo mi vida: volví a pintar, retomé mis paseos por el Pisuerga, salí con amigas que creía perdidas. Pablo venía los fines de semana y cocinábamos juntos paella o tortilla de patatas mientras reíamos por cualquier tontería.

Fernando intentó volver varias veces:

—Carmen, déjame explicarlo… Podemos arreglarlo…

Pero ya no era posible. Había cruzado una línea sin retorno.

Un día me encontré con Lucía en el mercado. Nos sonreímos cómplices:

—¿Cómo estás? —me preguntó.

—Mejor —respondí—. Ya no lloro cada noche.

Ella asintió:

—Yo también empiezo a respirar.

Ahora miro atrás y me doy cuenta de que nunca conocemos del todo a quien duerme a nuestro lado. Que la confianza es frágil y el amor puede convertirse en cenizas de un día para otro.

A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres más viven engañadas sin saberlo? ¿Cuántas Carmen y Lucía hay en España hoy? ¿Y tú? ¿Confiarías de nuevo después de una traición así?