La noche en que eché a mi hijo y a mi nuera: el precio de ser madre y mujer

—No puedo más, Luis. Esta noche os vais. Mañana hacéis las maletas y os marcháis. No quiero escuchar más excusas.

Mi voz temblaba, pero no era de miedo. Era rabia, cansancio, y una tristeza tan profunda que sentía que me ahogaba. Luis me miró con los ojos muy abiertos, como si no entendiera nada. Marta, su esposa, se quedó petrificada en el sofá, con la taza de café a medio camino entre la mesa y sus labios.

—¿Pero qué dices, mamá? —balbuceó Luis—. ¿Nos vas a echar a la calle?

—No es justo —añadió Marta, con ese tono que siempre usaba para hacerme sentir culpable—. Sabes que no tenemos a dónde ir.

Me apoyé en la puerta del salón, buscando fuerzas en el marco de madera. Llevaba meses soñando con este momento y temiéndolo a partes iguales. Desde que perdieron el piso de alquiler en Vallecas y vinieron a vivir conmigo, mi casa dejó de ser mi refugio. Al principio, me alegré de poder ayudarles. Soy su madre, ¿cómo no iba a hacerlo? Pero poco a poco, el ambiente se fue enrareciendo.

Las discusiones comenzaron por cosas pequeñas: la ropa sucia amontonada en el baño, la comida desapareciendo de la nevera sin explicación, el volumen de la televisión a altas horas de la noche. Pero lo peor era esa sensación constante de invasión, de no tener ni un rincón propio donde respirar tranquila.

Recuerdo una tarde especialmente dura. Había llegado agotada del trabajo —soy administrativa en una gestoría del centro— y sólo quería una taza de té y silencio. Pero al abrir la puerta, me encontré con la música a todo volumen y risas en el salón. Marta había invitado a dos amigas sin avisar. El olor a tabaco impregnaba las cortinas.

—¿No podríais avisar antes de traer gente? —pregunté, intentando mantener la calma.

—Es que aquí nunca se puede hacer nada —resopló Marta—. Siempre estás protestando.

Luis no dijo nada. Nunca decía nada cuando Marta se ponía así. Yo sentía cómo la rabia me subía por dentro, pero me mordí la lengua. No quería discutir delante de extraños.

Las semanas pasaron y la situación empeoró. Empezaron a llegar tarde por las noches, a veces ni siquiera avisaban si cenaban fuera. Yo me desvelaba esperando oír la llave en la cerradura. Una noche, escuché cómo discutían en su habitación:

—¡No pienso buscar trabajo en un supermercado! —gritaba Luis—. Para eso estudié ingeniería.

—Pues algo habrá que hacer —respondía Marta—. No podemos vivir eternamente de tu madre.

Me tapé los oídos con la almohada y lloré en silencio. ¿En qué momento mi hijo se había convertido en un desconocido? ¿En qué momento dejé de ser madre para convertirme en sirvienta?

El colmo llegó aquella tarde lluviosa de noviembre. Volví empapada del trabajo y encontré la cocina hecha un desastre: platos sucios por todas partes, restos de comida pegados en la encimera, la basura rebosando. Subí las escaleras y los encontré tumbados en el sofá viendo una serie.

—¿Os cuesta mucho recoger un poco? —pregunté, intentando sonar razonable.

Luis ni siquiera apartó la vista del televisor.

—Luego lo hacemos —murmuró.

Marta bufó y subió el volumen.

Esa noche no pude dormir. Me levanté varias veces, recorrí el pasillo oscuro y me asomé al salón vacío. Sentí una soledad tan grande que me dolía el pecho. Recordé cuando Luis era pequeño y venía corriendo a abrazarme después del colegio. Recordé las noches sin dormir cuando tenía fiebre, los cumpleaños con tartas caseras, los veranos en el pueblo con mis padres… ¿Dónde había quedado todo eso?

Al día siguiente, mientras preparaba café antes del trabajo, escuché a Marta hablando por teléfono:

—Sí, tía, aquí estamos genial. Mi suegra nos lo hace todo…

Me temblaron las manos y derramé el café sobre la encimera. Fue entonces cuando lo decidí: tenía que recuperar mi vida.

Esa noche esperé a que llegaran. Me senté en la mesa del comedor con las luces apagadas. Cuando entraron, encendí la lámpara y les miré fijamente.

—Mañana hacéis las maletas y os vais —dije sin rodeos—. No puedo seguir viviendo así.

Luis se puso rojo como un tomate.

—¿Pero cómo puedes hacernos esto? ¡Somos tu familia!

—Precisamente por eso —respondí—. Porque os quiero, pero también me quiero a mí misma. Y esto no es vida para nadie.

Marta rompió a llorar y salió corriendo al baño. Luis se quedó allí plantado, mirándome como si fuera una extraña.

—¿Y si no encontramos nada? —susurró finalmente.

—Sois adultos —le respondí—. Tenéis que aprender a buscaros la vida.

Esa noche apenas dormí. Escuchaba sus pasos por el pasillo, los susurros detrás de la puerta cerrada del dormitorio. Por primera vez en mucho tiempo sentí miedo… pero también alivio.

A la mañana siguiente se marcharon sin despedirse apenas. La casa quedó en silencio, un silencio denso y doloroso pero también liberador. Me senté en el sofá y lloré durante horas.

Ahora han pasado dos semanas. Luis me ha llamado un par de veces; nuestras conversaciones son tensas y breves. Marta no quiere saber nada de mí. A veces me siento culpable, otras veces orgullosa por haberme puesto por delante por primera vez en años.

¿Es egoísmo querer vivir en paz? ¿O simplemente es amor propio? ¿Cuántas madres españolas viven atrapadas entre el deber y el derecho a ser felices?