Cuando el Destino Rompe los Sueños: La Historia de Lucía y Álvaro

—¡Lucía, corre! ¡El tren ya está llegando!— gritó mi madre desde el andén, mientras yo, con la maleta a cuestas y el corazón desbocado, buscaba a Álvaro entre la multitud. Era nuestro último verano en Salamanca antes de mudarnos juntos a Madrid. Teníamos veinte años y una lista interminable de sueños: estudiar periodismo, viajar por Europa, casarnos en la iglesia de San Esteban. Todo parecía tan sencillo, tan nuestro.

—¿Dónde estabas?— pregunté, jadeando, cuando por fin lo vi aparecer con su eterna sonrisa y el pelo revuelto. —No podía irme sin despedirme de mi padre— respondió él, bajando la mirada. Sabía que en casa las cosas no iban bien; su padre había perdido el trabajo y la tensión se respiraba en cada rincón. Pero Álvaro siempre decía que juntos podríamos con todo.

El tren partió y nos sentamos uno frente al otro, las manos entrelazadas. —Prométeme que nada nos va a separar— susurré. Él me miró con esa intensidad que solo él tenía. —Te lo juro por mi vida, Lucía.

Nunca pensé que el destino pudiera ser tan cruel.

Aquel septiembre fue un torbellino: clases nuevas, pisos compartidos, trabajos de media jornada para pagar el alquiler. Pero cada noche, al cerrar la puerta de nuestra habitación diminuta, sentía que todo valía la pena. Hasta que una llamada lo cambió todo.

Era sábado por la tarde. Yo estaba en la biblioteca cuando sonó el móvil. —¿Lucía Sánchez?— preguntó una voz desconocida. —Su novio ha tenido un accidente. Está en La Paz.—

El mundo se detuvo. Corrí bajo la lluvia, sin sentir el frío ni el miedo, solo una urgencia animal de llegar hasta él. Cuando entré en la UCI, vi a su madre llorando en silencio y a su padre con la mirada perdida. Álvaro estaba inconsciente, rodeado de máquinas y tubos.

—Ha sido un atropello muy grave— me explicó el médico. —No sabemos si volverá a caminar.—

Me senté junto a su cama y le cogí la mano. —Despierta, por favor… No me dejes sola.—

Pasaron días interminables. Álvaro despertó, pero ya no era el mismo. Su cuerpo estaba roto y su espíritu también. —No quiero que te quedes conmigo por lástima— me dijo una noche, con los ojos llenos de lágrimas. —Tienes derecho a vivir tu vida.—

—No digas tonterías— le respondí, intentando sonar fuerte aunque por dentro me desmoronaba. —Te quiero, Álvaro. Pase lo que pase.—

Pero la realidad era más dura de lo que imaginaba. Las facturas médicas se acumulaban, tuve que dejar la universidad para trabajar en una cafetería y ayudar a su familia. Mis padres me suplicaban que pensara en mí misma. —Lucía, eres demasiado joven para cargar con esto— decía mi madre entre sollozos.

Las discusiones se volvieron rutina: —¿Por qué no te vas?— repetía Álvaro una y otra vez. —No quiero ser tu ancla.—

Una tarde, mientras le ayudaba a vestirse, exploté:

—¡Basta ya! ¿Crees que esto es fácil para mí? ¡Yo también he perdido cosas! Pero no voy a dejarte tirado porque te hayas roto las piernas.—

Él me miró como si no me reconociera. —No eres feliz.—

No supe qué responderle.

Los meses pasaron y la distancia creció entre nosotros como una grieta imposible de cerrar. Empecé a soñar con mi antigua vida: las clases, los amigos, los viajes que nunca hicimos. Me sentía atrapada entre la culpa y el amor.

Un día recibí una carta de la universidad: me ofrecían una beca para retomar mis estudios si volvía ese mismo año. Lo hablé con Álvaro.

—Tienes que irte— dijo él, esta vez sin rencor. —No quiero ser el motivo por el que renuncies a todo.—

Lloramos juntos durante horas. Al final, hice la maleta y volví a Salamanca sola.

Los primeros meses fueron un infierno: me sentía vacía, traidora, egoísta. Pero poco a poco aprendí a vivir con el dolor y a reconstruir mis sueños desde las cenizas.

Hoy, años después, sigo pensando en Álvaro cada vez que paso por la estación de tren o escucho su canción favorita en la radio. Él rehízo su vida en su pueblo natal; yo terminé la carrera y trabajo como periodista en Madrid.

A veces me pregunto si tomé la decisión correcta o si fui cobarde al elegir mi futuro sobre nuestro amor.

¿Es egoísta buscar tu propia felicidad cuando alguien a quien amas te necesita? ¿O es necesario aprender a soltar para poder seguir viviendo?

¿Vosotros qué habríais hecho en mi lugar?