Un Aroma a Remordimiento: Cuando el Ambientador Casero Desató el Caos
—¡Pero, Lucía! ¿Qué demonios has hecho en el baño? —La voz de mi madre retumbó por todo el pasillo, tan aguda y cargada de incredulidad que hasta el vecino del tercero debió oírla.
Me quedé paralizada, con las manos aún manchadas de bicarbonato y unas gotas de aceite esencial de lavanda resbalando entre mis dedos. El olor era intenso, casi irrespirable, una mezcla entre colonia barata y productos de limpieza de los años ochenta. El vapor se colaba por debajo de la puerta, y yo, en ese instante, supe que había cometido un error monumental.
Todo empezó esa mañana, cuando me desperté con el mismo hedor a humedad y cañerías que llevaba semanas persiguiéndome. Vivir en un piso antiguo en Lavapiés tiene su encanto, pero también sus miserias. Mi madre, Carmen, llevaba días quejándose del olor cada vez que venía a visitarme. Mi hermana pequeña, Marta, directamente se negaba a usar mi baño. Así que, harta de sus comentarios y de mi propia incomodidad, decidí buscar una solución casera en internet.
—¿De verdad vas a hacer eso? —me preguntó mi amiga Elena por WhatsApp cuando le conté mi plan.
—¿Qué puede salir mal? Solo es bicarbonato, vinagre y unas gotas de esencia —le respondí con un emoji sonriente.
Pero nada salió como esperaba. Al mezclar los ingredientes, la reacción fue mucho más violenta de lo que había previsto. El bote empezó a burbujear y, antes de poder taparlo bien, una nube densa y perfumada se expandió por todo el baño. Tosí varias veces, pero pensé que el olor se disiparía pronto.
No fue así. Al contrario, el aroma se intensificó hasta convertirse en una presencia casi física. Cuando mi madre llegó esa tarde para ayudarme con la colada, entró directa al baño y salió como si hubiera visto un fantasma.
—¡Esto no es normal! —gritó—. ¡Parece que has intentado tapar un crimen!
Marta apareció detrás de ella, tapándose la nariz con la manga del jersey.
—¿Qué has hecho ahora? Siempre tienes que liarla —me reprochó con esa mezcla de fastidio y superioridad adolescente.
Intenté explicarles que solo quería que el piso oliera bien, que estaba cansada de sus críticas y que no tenía dinero para comprar esos ambientadores caros del supermercado. Pero nadie me escuchaba. Mi madre abrió todas las ventanas mientras murmuraba algo sobre «la manía de hacer experimentos» y «lo fácil que sería si simplemente me dejara ayudar».
Esa noche no pude dormir. El olor seguía impregnando cada rincón del piso y yo sentía una mezcla de vergüenza y rabia. ¿Por qué todo lo que intentaba acababa mal? ¿Por qué nunca era suficiente para ellas?
Al día siguiente, Elena vino a verme. Nada más entrar, se echó a reír.
—Madre mía, Lucía… Esto sí que es dejar huella —bromeó mientras agitaba la mano delante de su cara.
No pude evitar reírme también, aunque por dentro me dolía. Le conté lo ocurrido y ella me escuchó con paciencia.
—A veces intentamos arreglar las cosas para los demás y acabamos olvidándonos de nosotras mismas —me dijo—. ¿Seguro que haces esto solo por el olor?
Sus palabras me hicieron pensar. Quizá tenía razón. Quizá estaba tan obsesionada con agradar a mi familia que había perdido de vista lo que realmente importaba: sentirme bien en mi propio espacio.
Pasaron los días y el aroma fue desapareciendo poco a poco. Pero las heridas familiares seguían ahí. Mi madre dejó de venir durante una semana entera; Marta apenas me respondía a los mensajes. Me sentía sola y culpable.
Un sábado por la tarde, decidí enfrentarme a ellas. Las invité a merendar churros con chocolate en la cocina, como hacíamos cuando éramos pequeñas.
—Sé que metí la pata —admití—. Solo quería que estuvierais cómodas aquí… Que os sintierais orgullosas de mí.
Mi madre suspiró y me miró con ternura.
—Lucía, hija… No tienes que demostrar nada. Solo queremos verte feliz.
Marta asintió en silencio y me abrazó por primera vez en meses.
Aquella tarde hablamos durante horas. Reímos recordando otras catástrofes domésticas: la vez que quemé la tortilla, cuando Marta rompió la lavadora intentando teñir unos vaqueros… Comprendí que los errores también forman parte de nuestra historia familiar.
Ahora, cada vez que huelo a lavanda o a vinagre, sonrío recordando aquel desastre. Aprendí que no pasa nada por equivocarse y que las relaciones se fortalecen enfrentando juntos los problemas, no ocultándolos bajo capas de perfume barato.
A veces me pregunto: ¿Cuántas veces intentamos tapar lo incómodo en vez de afrontarlo? ¿Y si nuestros errores son solo otra forma de aprender a querernos mejor?